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Puede afirmarse que entre toda aquella multitud allí congregada no había figura de aspecto tan vistoso y bizarro, á lo menos en lo que hace al traje, como la de aquel capitán. Llevaba el vestido profusamente cubierto de cintas, galón de oro en el sombrero que rodeaba una cadenilla, también de oro, y adornado además con una pluma.

Casa-Vieja hablaba casi todo lo que tenía que hablar, que era lo menos que podía, con el sombrero sobre la sien izquierda, la mejilla derecha en la mano del mismo lado, el codo correspondiente sobre el velador, el enorme puro, con sortija, en la boca, cuando no en la otra mano, y la mirada errabunda y desdeñosa, sin interés ni codicia por nada.

Por fin... gracias á Dios... acercósele un pobre. «Toma hombre, toma: ¿dónde diablos os metéis esta noche? Cuando no hacéis falta, salís como moscas, y cuando se os busca, para socorreros, nada ...» Apareció luego uno de esos mendigos decentes que piden, sombrero en mano, con lacrimosa cortesía. «Señor, un pobre cesante. Tenga, tenga más.

Vestía rico abrigo de pieles, con traje de seda del color del sombrero, cubierta la falda por otra de tul o granadina, que era por entonces la última moda. Llevaba, como hemos dicho, el manguito levantado a la altura de los ojos: éstos posados en el suelo, como quien nada tiene que ver ni partir con lo que a su alrededor acaece.

En conclusión, hombres de éstos que no saben levantarse para despedirse, sino en corporación con alguno o algunos otros; que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman «su cabeza», y que, cuando se hallan en sociedad, por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque, en realidad, no saben donde ponerlos ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.

«Nada; me lo puedes creer». «¿Ese alma de Dios te da todo lo que necesitas?». «Todo; me lo puedes creer». «Quiero regalarte un vestido». «No me lo pondré». «Y un sombrero». «Lo convertiré en espuerta». «¿Has hecho voto de pobreza?». «Yo no he hecho voto de nada. Te quiero porque te quiero, y no más».

Es que voy a salir. ¿A dónde? Entra y te lo diré. Penetró don Pablo en el comedor, y sin quitarse el sombrero ni el abrigo, muy risueño, sentóse en el sillón de costumbre, y mirando a su hermana, dijo: Adivina la gran noticia que traigo... No ...

No es necesario que el público sepa esta determinación que he tomado; pero si la sabe... Ya está ahí Narcisito. Voy a ponerme el sombrero y el abrigo para irme con él. Notabilísimo huésped había llegado al convento de Capuchinos de la villa, allá por los años de 1672.

Don Juan se quitó la capa y el sombrero, la daga y la espada, las arrojó sobre un sillón y se sentó en otro descuidadamente junto al brasero, como pudiera haberlo hecho en su casa. Y esto era lógico. El cuarto de su mujer, era su cuarto.

No pude más: tiré el volumen, cogí el sombrero, y me lancé a la calle. Hermosa tarde primaveral, dorada, luminosa.... Me dirigí hacia la colina, y subí hasta mi sitio predilecto. El cielo sin nubes ni celajes parecía una bóveda de cristal cerúleo. Las arboledas, frescas y reverdecidas, hacían gala de su flamante veste, y en las dehesas y en los collados flotaba una misteriosa claridad rosada.