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Después le parecía que los muros se apartaban: se encontraban en el interior de una gran sala, cuyas paredes estaban tendidas de negro; en el fondo había una mesa con un crucifijo y dos velas amarillas, y sentados alrededor de esta mesa cinco hombres de espantosa mirada, cinco inquisidores vestidos con la siniestra librea del Santo Oficio.

De repente, escuchóse un gran rumor y estallaron, como trueno formidable, las lamentaciones de las sombras; dando ayes dolorosos, se apartaban de la mesa, volvían a sus nichos y a sus tumbas, y registraban los cuatro rincones, buscando una moneda más que arrojar en la bandeja; las que tropezaban con ella, corrían a ofrecerla a la figura enmascarada, quien, de una vuelta de dados, hacíala desaparecer; las que nada encontraban, gemían, la cara contra la tierra.

Los prisioneros comparecían ante el «escribano de presas» como testigos del suceso, y se les exigía juramento de verdad «por Alaquivir, el Profeta y su Alcorán, alto el brazo y el dedo índice, mirando su rostro al nacimiento del sol». Mientras tanto, los duros corsarios ibicencos, al repartirse el botín, apartaban un fondo para la compra de sábanas destinadas a convertirse en vendajes de sus futuras heridas, y dejaban otra parte de las ganancias para que «un sacerdote celebrase misa todos los días mientras ellos estuviesen fuera de la isla».

Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio.

No hay nada que plazca tanto a la naturaleza humana como despreciar. Empezaron a saludarle fríamente, luego a volver la cabeza, después a no contestarle. Cuando entraba en la sacristía, si había allí otros sacerdotes, notaba que se apartaban de él y formaban grupo aparte.

Se apartaban los soldados para abrir paso á la comitiva; asomaban caras barbudas y curiosas en los callejones. Sonaba á lo lejos un estrépito de ruidos secos, como si al final de la vía tortuosa existiese un polígono de tiro ó se ejercitase un grupo de cazadores en derribar palomas. La mañana continuaba nebulosa y glacial.

Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro.

Señora, mi pícaro sastre murmuró Pacorrito, creyendo que una mentirilla pondría á salvo su decoro, no me ha acabado la condenada ropa. Aquí te vestiremos indicó la noble dama. Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman Pericos, y varias pajaritas de papel. Estas no se apartaban un momento de la señora.

Mis ojos no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano. Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del principio.

¿Qué dice usted? preguntó Juanita, que al oír las palabras del anciano, parecía volver a la vida, y cuyos ojos animados y brillantes no se apartaban un momento de los de Gerardo. ¡Escúcheme usted, escúcheme! dijo el anciano, cuya emoción no le permitía guardar orden en su relación. Yo estaba sentado sobre las rocas al borde del agua.