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Apenas había salido de la puerta, cuando, sin poderlo resistir, dos Nilos reventaron de mis ojos que, regándome el rostro en abundancia, quedó todo de lágrimas bañado; esto y querer anochecer no me dejaban ver cielo ni palmo de tierra por donde iba. Cuando llegué a San Lázaro, que está de la ciudad poca distancia, sentéme en la escalera o gradas por donde suben a aquella devota ermita.

El primitivo pueblo como todos los playeros de aquella provincia, fueron blanco en el siglo pasado y principios del presente, de las crueldades y correrías meras, en cuyas empresas vencedores unas veces ó vencidos otras, siempre dejaban á su paso huellas de sangre é incendio.

Iba á labrar la tierra con la escopeta al hombro; él y sus criados se reían de la soledad en que les dejaban los vecinos; las barracas se cerraban á su paso, y desde lejos les seguían miradas hostiles.

Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito. El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse. Escribió sin descanso hasta las diez.

No hacía ruido alguno al caer sobre los árboles y plantas del parque; pero aquéllos, empapados ya, al ser heridos por una ráfaga de viento, dejaban escapar multitud de gotas, un verdadero chubasco, que sonaba sobre los caminos con suave y fugaz repiqueteo. Gonzalo se acordó de que no traía arma alguna.

Se dejaban columpiar dulcemente; cerraban los ojos con sonrisa voluptuosa y feliz, entregándose de nuevo a los sueños vagos y poéticos que la brisa del mar despertaba en su mente. ¡Quién había de decir, ¡ay!, que los que tan gratamente soñaban y se mecían en un mundo risueño de fantasmas vaporosos y doradas ilusiones se habían de ver a los pocos minutos con la cabeza tristemente inclinada sobre el mar, el cuello apoyado en el carel como si fuese un tajo, el rostro lívido y los ojos fijos en el agua, cual si tratasen de escrutar los arcanos del océano! ¡Oh terrible instabilidad de las cosas humanas!

¡Ah, la inocencia! La libertad... y luego mi anhelo de salir de aquella cabaña... las solicitudes de los marineros... todos me prometían sacarme de allí... yo ansiaba ser más... los creía... y todos me dejaban. ¡Oh! Un día, señor, fondeó en la caleta, que estaba delante de la choza de mis padres, un barco de rey.

La marquesa culpa de esta singularidad, que no la desagradó, a la caprichosa y siempre impenetrable Leticia. El hecho es que de allí salieron, como pudieron haber salido de otro punto cualquiera, y que nunca como entonces pudo decirse con mayores visos de verdad, que por donde iban no dejaban títere con cabeza.

Currita abrió la gran tapa delantera, cuyas bisagras y cerrajas doradas dejaban ver, a través de sus artísticos calados, un fondo de terciopelo rojo, y entonces apareció el interior de aquel precioso mueble, compuesto de bellísimos arquitos, de galerías en miniatura en que encajaban infinidad de cajoncillos, ocultándose los unos a los otros, con múltiples secretos.

Rafael estaba a la cabeza del banco de la comisión, algo separado de sus compañeros. Le dejaban espacio libre como los toreros al camarada que va a matar. Había apilado en su asiento legajos y volúmenes por si le ocurría citar textos en su contestación al venerable orador. Le contemplaba en silencio, admirándole. Aquel que era fuerte, con la dureza y la frialdad del hielo.