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Caminando aprisa, Delaberge encontraba mayor frescor en la verdura de los prados, un sabor mucho más dulce en el aire que respiraba. Los argentinos sones de las campanas del pueblo, volando por encima de los bosques, le mecían alegremente, mientras iba saboreando con fruición los recuerdos de su anterior visita.

Lo extraño era que nada de esto se le había ocurrido antes. La ceguera de la felicidad jamás le había dejado pensar que no era él el primero que pasaba por sus brazos, que aquellas palabras que le mecían como dulce música podían haber sido oídas por otros y otros antes que él... ¿Cuánto tiempo iban por las calles de Valencia?... Le temblaban las piernas, estaba desfallecido, apenas veía.

El murmullo de las aguas ribereñas, el canto melancólico de las ranas, el lejano rodar de un carruaje, todos esos rumores resonaban misteriosamente en el espacio y le mecían con una música semejante a la música de otros tiempos.

En el fondo de las bodegas de cerveza, abovedadas y frescas; en los jardines de las cervecerías, donde mecían sus pálidas luces los farolillos de colores; por todas partes, mezclándose con el ruido de las pesadas tapaderas al caer sobre la boca de los jarros de cerveza, percibíanse las notas del triunfo que salían de los instrumentos de metal y los suspiros de los de madera.

Los animales sabían su obligación; se dejaban coger por el Mosco, y empujados por él, agarrábanse muro arriba, se mecían un momento sobre el borde, con el vientre aplastado, y dejábanse caer en la parte opuesta, sin otro choque que un ruido ligerísimo de hojas secas. Maltrana se sintió cogido por las piernas e izado, al mismo tiempo que el Chispas, inclinándose, le agarraba por los brazos.

, aquel fue un día henchido de encanto, día admirable; y daría con gusto todo lo que me queda de vida, si pudiera volver a él. Y la noche... la veo todavía como si fuera hoy. Las ventanas estaban abiertas, los tallos flexibles de la viña virgen se mecían con el viento, y, desde muy lejos, un trote de caballos, un chasquido de lanzas y de sables llegaban hasta mis oídos.

Carmen, toda estremecida, toda confusa por un vago tropel de pensamientos y sensaciones, se desciñó un poco de los brazos que la mecían, y mirando a Salvador con hondo afán, le preguntó: Dime: ¿quién era mi padre?

No en vano, hijo de Moavia, mecían las feris tu cuna en los verjeles del Forat aquel año en que otro caudillo islamita de tu mismo nombre era derrotado en tierra de Afranc por un rey de nazarenos.

Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero. Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis ojos.

Jesús había muerto: por él las mujeres se vestían de negro y los hombres se disfrazaban con túnicas puntiagudas que les daban aspecto de extraños insectos; los cobres lo proclamaban con sus quejidos teatrales; los templos lo decían con su obscuro silencio y los velos lóbregos de sus puertas... Y el río seguía suspirando con idílico susurro, como si invitase a sentarse en sus orillas a las parejas solitarias; y las palmeras mecían sus capiteles sobre las almenas con un vaivén de indiferencia; y los naranjos exhalaban su perfume de tentación, como si sólo reconociesen la majestad del amor, que crea la vida y la deleita; y la luna sonreía impávida; y la torre, azulada por la noche, perdíase en el misterio de las alturas, pensando tal vez, con la simpleza de alma de las cosas inanimadas, que las ideas de los hombres cambian con los siglos, y los que a ella la sacaron de la nada creían en otras cosas.