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Un sol africano lanzaba torrentes de oro sobre la tierra, resquebrajándola con sus ardorosas caricias. Sus flechas de oro deslizábanse entre el follaje, toldo de verdura bajo el cual cobijaba la vega sus rumorosas acequias y sus húmedos surcos, como temerosa del calor que hacía germinar la vida por todas partes. Los árboles mostraban sus ramas cargadas de frutos.

El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si temiera que el ruido de sus pasos cortase aquella melodía que parecía mecer amorosamente el huerto, dormido bajo la luz de oro de la tarde. Llegó a la plazoleta, frente a la casa, y vio de nuevo sus palmeras rumorosas, los bancos de mampostería con asiento y respaldo de floreados azulejos. Allí había reído ella muchas veces escuchándole.

Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero. Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis ojos.

Ya no vió agitarse á los pigmeos en torno de sus extremidades, como si fuesen mudos y sólo hablasen por señas; hasta de los términos más apartados del edificio le llegaron olas rumorosas semejantes á los murmullos que agitan los bosques, distinguiendo en ellas las palabras ininteligibles que profería su numerosa servidumbre.

Como los jardines estaban á muchos metros sobre el Mediterráneo, la línea del horizonte era tan alta que obligaba á levantar los ojos. Los pinos formaban ligeras y negras columnatas, entra cuyos troncos subía el cortinaje obscuro del mar. Sólo sus rumorosas copas de agujas emergían en el azul diáfano del cielo.

Lo siento mucho... pero ha llegado usted tarde. En la plazoleta que formaban frente a la casa azul los altos y tupidos rosales, erguíanse cuatro palmeras que, abandonadas muchos años, dejaban colgar las secas ramas como miembros muertos debajo de las palmas nuevas, arrogantes y rumorosas.

Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció. ¡Ah, poeta!... ¡poeta! Y siguió tocando.

Más allá de las columnatas de palmeras y pinos parasoles se elevaba el golfo, como un telón azul. Su borde superior sobrepasaba las rumorosas copas de los árboles. Un edificio enorme apareció, metido en el agua. Era un palacio en ruinas, ó más bien un palacio sin terminar, de gruesos muros, labrados ventanales y sin techo.

En ciertos parajes los árboles entrelazaban sus copas, y el brillante sol penetraba por entre el follaje, yendo a reflejarse sus rayos sobre las rumorosas y agitadas aguas, produciendo un lindo efecto. Según el registro, el lugar debía quedar en campo abierto, puesto que el sol brillaba sobre él durante una hora del mediodía, el cinco de abril y dos horas el cinco de mayo.

La familia sentía el alborozo de un pueblo que con la rebeldía recobra la libertad. Marcharon todos hacia la acequia, que murmuraba en la sombra. La inmensa vega perdíase en azulada penumbra; ondulaban los cañares como rumorosas y obscuras masas, y las estrellas parpadeaban en el espacio negro.