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Troncháronse las ramas de los matorrales abriendo paso a dos hombres encorvados. Los perros de las cuadrillas frotáronse un instante con otros perros salidos de la espesura. Los hombres pasaron junto al Mosco. ¿Qué lleváis cogido? preguntó éste. Nada aún: dos gazapos. Que se os bien la noche.

Maltrana, impulsado por el remordimiento, tuvo un arranque de audacia, y habló de ir con el capataz en busca del Mosco para pedirle perdón. No: es demasiado pronto dijo el señor Manolo . No vayas; si te presentases así, de sopetón, sería capaz de tratarte lo mismo que a un gamo. Tiene unas ganas locas de matar a alguien.

Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!... Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.

También envidiaba a los pastores de Teócrito, Bion y Mosco; soñaba con la gruta fresca y sombría del Cíclope enamorado, y gozaba mucho, con cierta melancolía, trasladándose con sus ilusiones a aquella Sicilia ardiente que ella se figuraba como un nido de amores.

La porquería y el aguardiente la iban barrenando la carne, según decía Coleta al insultarla en plena embriaguez con el apodo de Borracha. No están en casa, señor Isidro dijo con hipócrita mansedumbre . El Mosco se fue esta mañana con el señor Manolo, llevando las jaulas y la red. Han ido a pájaros. La chica, la Feliciana, va de máscara.

El Mosco abrió la bolsa y sacó el hurón. La bicha llevaba al cuello un cascabelillo de sonido débil, y en una pata el cordel que la obligaba a volver a su amo. Perdiose el sutil cascabeleo bajo tierra. El señor Manolo seguía con interés la operación, puesto a gatas al lado de su hermano. Maltrana, tendido de espaldas, miraba las estrellas, el cielo de obscuro azul escarchado de polvo luminoso.

no habrás leído los papeles de hoy le preguntó al detenerse en la acera . Pues bien; el Mosco ha muerto; mejor dicho, le han matado. Los esbirros han conseguido lo que deseaban. Y relató la muerte trágica de su hermano. Los diarios dedicaban al suceso unas cuantas líneas. Aquel homicidio en tierras reales no inspiraba interés.

Maltrana, al llegar a la puerta, tenía que abrirse paso entre dos hermosos galgos de elegante delgadez y otros perros de lanas sucias y colgantes, feos, plagados de parásitos, pero que gozaban de una fama igual a la del amo, por sus sorprendentes habilidades. Dentro se hallaba el Mosco.

El Mosco y su ayudante preparaban el asalto en silencio, hablándose sin que sus palabras sonaran, moviéndose sin que sus pasos produjeran ruido. A Maltrana le parecían fantasmas... ¡Arriba! El Chispas apoyó un pie en las manos de su maestro, arañó la tapia, y en un instante se puso a horcajadas sobre ella. ¡Ahora, los perros!

Había que meterla por las bocas de las madrigueras con un cordel en la pata, para tirar de ella cuando se quedaba dormida, ebria de sangre. El Mosco, sin dejar de hablar, sacaba del bolsillo un pedazo de queso, colocábase un pellizco de él entre los labios, y la bicha lo devoraba con grotescas contorsiones. Pero ¡qué rica!