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Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo. ¿Dónde estaban hablando? preguntó, como siguiendo la conversación. En la Arcada dijo Arístides. Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo. Ve corriendo a casa dijo al niño.

Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestar animal con un libro en la mano junto á la estufa roncadora, viendo á través de la vidriera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente el discípulo: ¡Pronto... á la calle! Va á venir una mujer.

Acercóse más y pudo percibir el grito bronco del suegro de Frasquito. ¿Estoy yo borracho? ¿Hablo cosas formales? ¿He faltado á alguno?... El sereno pretendía arrestarlos, lo mismo á él que al viejo Cardenal, por escandalosos. El maestro carpintero se defendía gritando como un energúmeno, con lo cual dicho se está que empeoraba la situación.

Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía.

Mención más detallada de estos sucesores degenerados de Calderón no debe hacerse en el mismo libro, que se honra con el nombre de tan gran maestro. Conviene indicar, sin embargo, que en esta época era muy aplaudida una especie muy inferior de composiciones escénicas, que se llamaban tonadillas, semejantes á los vaudevilles.

Disimulé, fue mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y volvióme a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira hasta que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo considerando la razón que había tenido.

Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía.

La humildad teníala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida.

Aquí todo parece lo mismo, porque el cuidado que está en todas partes lo nivela todo, despojando á la obra del hombre de esas variedades de siglo y de lugar que constituyen el gusto maestro de la naturaleza.

¿Qué maestro más amoroso pude tener? ¡Con qué pasión de enfermo, con qué persistencia de maniático emprendió la tarea de ilustrarme y de educarme!