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De su pasado conservaba cierta veneración por los escritores. Por esto era amigo de Isidro desde que le conoció en casa de su vecina la señora Eusebia. Algunas veces recordaba su época de impresor. El no leía los papeles públicos, cuando de tarde en tarde iba a Madrid; pero creía que sus tiempos habían sido mejores, y que los que ahora escribían estaban muy por debajo de los que él había conocido.

Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango. Mira a nuestro primo Osuna habíale dicho Eusebia.

Después aconsejó a Isidro que comprase la cama en la tienda de sus hijos. Tenían géneros baratos y nuevos. No debía adquirirla en las Américas. Eran todas de largo uso; la que menos, había visto morir a toda una familia. Sus primos le darían con economía lo que necesitase. Luego preguntó por su madre, la señora Eusebia.

Mujeres, ni para muestra las había en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien consideraba que la mujer sólo debe servir a su familia o a su monasterio.

Sólo pensó en ir a las Carolinas para dar la noticia a su abuela. ¿Qué iba a hacer él con el chiquillo? La señora Eusebia se encargaría de cuidarle. Y la abuela, conmovida por el suceso, bajó a Madrid para recoger a su biznieto, acompañada de otra mujer. Isidro fue con ellas hasta San Carlos, pero no quiso pasar de la puerta. Lo dominaba el egoísmo de su cobardía.

Al atravesar la Puerta del Sol, vio en la calle del Carmen el carro de Zaratustra parado junto a la acera, y entre sus varales al filósofo traperil de espaldas a él, separando la basura que acababa de entregarle el criado. Maltrana pensó en su abuela y en su tesoro. La señora Eusebia era rica: todos los vecinos lo afirmaban.

Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana.

Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!... Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.

A las mujeres les satisfacen las superfluidades del buen vivir, y no era caso de que la señora Eusebia, al abandonar su casa de las Carolinas, entrara en una vivienda de indios. Aquí hay su poquito de señorío dijo Zaratustra incorporándose con cierto trabajo, después de clavar la aguja en los tapices y plegar éstos sobre el asiento.

Abandonaba su tarea de escoger en los montones de basura y hacía sentar a Maltrana en el mejor mueble de la casa, un banco procedente de un tranvía viejo que había comprado por entero con la ayuda de su camarada el señor Polo: magna empresa para la que juntaron sus capitales. La señora Eusebia no podía ver a Isidro sin lamentar inmediatamente la triste suerte de su hija.