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Casi no se distinguían imágenes, confesionarios, puertas, pinturas, ni tapices; los bultos y las líneas, perdidos la forma y el contorno, estaban ofuscados por un fulgor que, a pesar de su intensidad, recordaba la palidez enfermiza y triste de la cera.

¡Y tener que pasar tan de prisa por los palacios de una tierra enana como Holanda, donde no hay holandés que no sea feliz, y viva como en pueblo grande, por su trabajo de marino, de ingeniero, de impresor, de tejedor de encajes, de tallador de diamantes; de un pueblo como Bélgica, que sabe tanto de cultivos, y de hacer carruajes, y casas, y armas, y lozas, y tapices, y ladrillos!

Era una vasta pieza con estudiadas luces de oriente y cenital, atestada de preciosidades artísticas y arqueológicas, que sobre tapices de Beauvais y los Gobelinos cubrían todas las paredes, atestaban todas las mesas y apenas dejaban un sitio en que poner la planta sin encontrar algo que admirar o algo en que tropezar.

Necesario era, en tales casos, que se presentasen figuradamente á la vista del público aquellos objetos, que en otra obra se hubiesen omitido, contando siempre con la perspicacia de los asistentes á la representación, y que se llamasen Comedias de teatro las que se distinguían por su aparato escénico, superior al ordinario de los tapices, y que demandaban más riqueza y variedad en los trajes.

Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores, habían acabado por meter sus tijeras pecadoras en tapices enteros, cortándose varias dalmáticas de modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de héroe ó de diosa. Ulises, al quedar sin compañeros, encontró un nuevo encanto á la vida en el desván.

En las diversas manchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes de un verde metálico. Don Esteban había encontrado estos fragmentos rotos ya por los labradores para tapar tinajas de aceite ó servir de mantas á las mulas de labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba únicamente por respeto histórico.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Los mármoles parecían encerrar en su seno transparente hojas de vegetaciones inverosímiles; los muebles, por sus formas, incitaban a la voluptuosidad o al reposo; los tapices caían discretamente ante las puertas; los rasos y los flecos guardaban en la urdimbre de sus tramas los colores del iris; había canastillas de orquídeas australianas mezcladas con flores de cristal que despedían rayos luminosos; libros cubiertos de oro, que atesoraban en sus páginas el oro aún más puro del pensamiento humano, y todo ello en desorden bellísimo se reflejaba en espejos que, como poseídos de codicia, multiplicaban hasta lo infinito las riquezas.

Vegallana tenía en mucho la severidad de su despacho; nada más serio que el roble para casos tales. La «sobriedad del mueblaje» rayaba en pobreza. ¡Mi celda! decía el Marqués con afectación. Daba frío entrar allí y Vegallana entraba pocas veces. De las paredes del salón de antigüedades pendían tapices más o menos auténticos, pero de notoria antigüedad.

De las balaustradas de las tribunas colgaban ricos tapices y anchas franjas de terciopelo en cuyo centro destacábanse, bordados en oro, plata y sedas de vivos colores, los escudos de armas de cien nobles. No tardaron en tomar éstos asiento, la multitud y los soldados se acomodaron como mejor pudieron y los pajes y palafreneros se encargaron de las armas y monturas de sus señores.