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En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana tendría unos cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún restos de su antigua belleza, que había sido notable cuando ella tenía veinte años; pero como entonces era muy pobre y no había descubierto ni mostrado sus grandes habilidades, no encontró, a pesar de su mérito, novio que le acomodase, y tuvo que permanecer soltera.

Conservaba el rostro terso y nacarado: sus cabellos dorados no contenían aún ninguna hebra de plata: sus ojos límpidos, azules, tenían una expresión vaga de melancolía e inocencia que contrastaba singularmente con lo que de ella se decía, y que la comunicaba cierto misterioso atractivo. Vestía con extraordinaria elegancia.

En ambos se conservaba vivo, no obstante, el recuerdo de sus amores. A ella la agitaba un deseo punzante de venganza. Mientras aquel hombre anduviese en sociedad tan contento como aparentaba, se sentía humillada. En él, a pesar de su disfraz de indiferencia, ardía el fuego del amor o por lo menos del deseo.

Fermín reía escuchando a su jefe, lanzado a escape por entre los fragmentos de prospectos y reclamos, que conservaba en su memoria. ¡Pero, don Ramón! ¡Si yo no he de comprar ni una botella!... ¡Si soy de la casa! El jefe del escritorio pareció despertar de su pesadilla oratoria, y rió lo mismo que su subordinado.

El Gran Capitán no supo callar entonces. Contó a doña Beatriz los fugitivos amores de su mocedad primera. Y hasta hay quien dice que le citó, asomando el llanto a sus ojos, algo de la carta que le había escrito doña Mencía, y que él conservaba piadosamente en la memoria.

En competencia con su mujer, pocos dedos conservaba en sus manos libres de sortijas; sólo que las suyas no eran baratas, sino de oro macizo, gruesas, pesadas y con cada pedrusco que quitaba la luz de los ojos.

Tiene cara de ser orgullosa, decían. No era orgullo, sino indiferencia. Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.

Ya la mayoría de ellos se habían ido reuniendo ante la alcaldía en la pequeña plaza de los Abades, cuando llegó Delaberge. Como es fácil adivinar, había dormido muy mal aquella noche y su pálido rostro conservaba las huellas de sus pasadas conmociones. Con la lucidez de espíritu que suele producirse al despertar, se le apareció la situación más cruel todavía.

Don Mateo, firme, indomable, conservaba tenazmente, con amoroso esmero, este exiguo rescoldo del fuego del placer. Gracias a su perseverancia, aquella noche se convirtió en viva y animada hoguera.

En adelante, iba á ser una cosa bajo el dominio de estos hombres, que podrían disponer de él á su capricho. ¡Ay, por qué se había quedado!... Obedeció, montando en un automóvil al lado del oficial, que aún conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar la fuga de un enemigo imaginario.