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Gallardo salió al patio, fresco, luminoso. Los pájaros canturreaban en el silencio matinal, saltando en sus jaulas doradas. Un chorro de sol descendía hasta las losas de mármol. Era un triángulo de oro que envolvía en su base la orla de hojas verdes de la fuente y el agua del tazón, burbujeante a impulsos de las redondas boquitas de unos peces rojos.

Belarmino hallaba una manera de placer místico, un a modo de comunicación directa con lo absoluto e íntima percepción de la esencia de las cosas cuando rompía los sellos sepulcrales para que se alzasen los vivos enterrados, y abría las jaulas para que las aves saliesen volando.

No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo. Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa.

Varios canarios cantaban en sus jaulas walses y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los clarinetes y cornetines, que se movían á mismos sus llaves con gran destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para pulsarse á propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas á otras.

Por esto habían valido poco las amonestaciones de don Fermín para que Fortunato se abstuviese de adornar los balcones con jaulas pobres, pero alegres, en que saltaban y alborotaban aturdiendo al mundo, jilgueros y canarios, que en honor de la verdad, parecían locos. «Gracias que no llevo mis pájaros a la catedral para que canten el Gloria cuando celebro de Pontifical.

Y, volviéndose al leonero, le dijo: ¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro!

En la ventana, tomando el sol, se veían dos floridos rosales; dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, y colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con colorines, excelentes reclamos.

Aceptada esta fineza, Maxi se personó en casa de Quevedo desde las nueve, hora en que la señora aquella se hallaba en la plenitud de sus funciones, limpiando jaulas, revisando nidos, examinando huevos, y sosteniendo con este y el otro volátil pláticas muy cariñosas. Su obesidad no le impedía ser ágil y diligentísima en aquella faena.

Ya no me esperaba en el corredor a la hora en que lavaba las jaulas y regaba las flores, y si allí la sorprendía yo parecía más atenta a los quehaceres domésticos que a mi conversación. ¿A dónde va usted? me decía. Ya es tarde ¡Pronto, pronto! ¡A pasear! Si ha de volver usted para desayunar... ¡a la calle! Así me despedía.

Le atrajeron desde el primer momento los callejones de los barrios turcos; sus casas blancas; sus balcones salientes cubiertos de celosías, que son como jaulas pintadas de rojo; las mezquitas, con patios de cipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santones en kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de una lámpara; las mujeres veladas por sus negros firadjes; los viejos que transcurren silenciosos y pensativos bajo su gorro de escarlata, siguiendo los bamboleos del asno en que van montados.