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Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano, en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por las calles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de la policía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de las sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápido avance de hombres armados.

Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal, dijo con énfasis al cochero: A casa de don Pompeyo Guimarán... ya sabes.... , ... Dobló el coche la esquina; don Fermín corrió un cristal y gritó: Despacio, al paso. Miró la carta de Ana. Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadas unas con otras.

Nolo y Celso saltaban como corzos por la montaña. Pero el tío Goro no se quedaba atrás: la fuerza que faltaba á las piernas sobraba al corazón. Pronto llegaron al prado de la tía Basilisa. Llamaron de nuevo á la joven por el boquete. Ninguna voz fuerte ni débil les respondió. Algunos dudaron de las palabras de Celso; pero éste, cada vez más firme en su convicción, propuso descender á la mina.

El viejo acabó por dormirse en la cama de sus conserjes, con el sueño pesado y embrutecedor del cansancio, sin sobresaltos ni pesadillas. Caía y caía en un agujero lóbrego y sin término. Al despertar, se imaginó que sólo había dormido unos minutos. El sol coloreaba de naranja las cortinillas de la ventana. A través de su tejido vió unas ramas de árbol y pájaros que saltaban piando entre las hojas.

Las olas saltaban sobre las peñas con tal fuerza que, al caer la espuma en copos blancos como nieve líquida, nos calaba la ropa. A medida que avanzábamos en el canal, el mar iba quedando más tranquilo; el agua verdosa, casi inmóvil, se cubría de meandros de plata. Cuando nos vimos en seguridad nos miramos satisfechos.

Nuestro pueblo estaba gobernado por los emperadores, que se creían el centro del mundo y de una materia divina distinta á la de los otros seres. La vida de la nación se concentraba en la persona del soberano. Los más altos personajes saltaban sobre la maroma y hacían otros ejercicios acrobáticos para divertir al monarca del Imperio, que entonces se llamaba Liliput.

El capitán se colocó en fila con los demás y se puso á bailar con tal primor y tan concertadamente que pocos entre los jóvenes pudieran competir con él. Y en verdad que era espectáculo raro y gozoso á la vez el contemplar á aquel anciano moverse con tal agilidad y donaire. Ninguno más suelto y elegante. La precisión y cadencia de sus pasos eran tan perfectas que en esto, ya que no en el brío, sacaba ventaja á los demás. Los jóvenes palmoteaban. Á algunos viejos se les saltaban las lágrimas recordando sus tiempos de juventud. El tío Goro decía sentenciosamente dando chupetones á su pipa: ¡

A Isidora le gustaba aquella noche, sin saber por qué, el choque de las multitudes y aquel frotamiento de codos. Sus nervios saltaban, heridos por las mil impresiones repetidas del codazo, del roce, del empujón, de las cosas vistas y deseadas.

Este hizo una seña al joven, dejaron la calzada y se internaron en un laberinto de senderos y pasadizos que formaban entre varias casas; tan pronto saltaban sobre piedras para evitar pequeñas charcas, como se bajaban para pasar un cerco mal hecho y peor conservado. Estrañábase Plácido de ver al rico joyero andar por semejantes sitios como si estuviese muy familiarizado con ellos.

O se iba de noche a la orilla de la mar, a que le salpicasen el rostro las gotas frescas que saltaban del agua salada al reventar contra las rocas. Leía cuanto libro le caía a la mano. Montaba en cuanto caballo veía a su alcance: y mejor si lo hallaba en pelo; y si había que saltar una cerca mejor.