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Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz.

Avanzaron unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados a las sienes. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo.

Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.

Avanzaron por la llanura negra y rojiza, cubierta de polvo de hulla y de residuos de mineral. A cada paso tropezaban con rieles que formaban una complicada telaraña de vías férreas. Sanabre enumeraba todos los medios de comunicación que convertían el establecimiento en una red complicada, con numerosas agujas y plataformas movibles, para los cambios de vía.

Avanzaron hacia la luz, y subiendo a la tarima, uno y otro hicieron una mueca involuntaria. Respirábase allí rara hediondez. Ramiro comprendió. Acababa de reconocer un olor inconfundible, un olor respirado, al llegar de Salamanca, en el cuarto de don Íñigo; y toda duda quedó desvanecida al advertir sobre el suelo las gotas de cera de los hachones. La tapicería representaba un asunto de amor.

Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos. ¿Sabe usted a lo que me parece esto? dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía . Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso.

¿Ven ustedes este pañuelo blanco? dijo . Mañana al amanecer lo verán ustedes en este palo flotando sobre Laguardia. ¿Habrá por aquí una cuerda? Uno de los oficiales jóvenes trajo una cuerda, y Martín y Bautista, sin hacer caso de las palabras de Briones, avanzaron por la carretera. El frío de la noche les serenó, y Martín y su cuñado se miraron algo extrañados.

Feliciana acogió con agrado esta prudente resolución, y envolvió en su pañuelo la pequeña fortuna, apretándola entre ambas manos con un mohín de mujer hacendosa dispuesta a defender el dinero. Después avanzaron los dos cuesta abajo, en el infernal estrépito del Rastro.

Nuestros jóvenes avanzaron hasta el medio contemplando, sin decirse una palabra, embargados por la emoción, aquel misterioso retiro del océano que semejaba un locutorio escondido y amable donde venía a contar sus profundos secretos a la tierra. El cielo, de un azul muy claro, hacía brillar el arenoso pavimento que se inclinaba hacia el mar con declive suave.

Avanzaron á marcha forzada por él, y llegando á la peña de Sobeyana se detuvieron. Era el sitio más á propósito para la siniestra emboscada que preparaban. Ocultos entre los avellanos y nogales que guarnecían el camino esperaron. No se tardó media hora sin que llegasen á sus oídos los ¡ijujús! de los del Condado, que regresaban los primeros á sus casas henchidos de alegría y orgullo.