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Vio ascender luego por la escalinata a Mina llevando al pequeño Karl de la mano. El niño le miró, extrañándose de que no fuese hacia ellos lo mismo que antes. Pero la madre siguió su camino tirando de él, sin volver la cabeza, con la mirada perdida para no tropezarse con los ojos de Fernando. Un ligero rubor coloreaba su palidez verdosa: rubor de timidez, de arrepentimiento, de malos recuerdos.

Quizás esta linda mujer que no es más joven que él y que se apoya en su brazo esté más cambiada que su marido; el encantador sonrojo que antes coloreaba constantemente sus mejillas quizás no reaparezca más que momentáneamente bajo la influencia del aire fresco de la mañana o de alguna gran sorpresa.

Más allá de esta zona de luz temblorosa, que coloreaba grotescamente los rostros y hacía palpitar los ojos con desordenadas vibraciones, extendíase la noche tropical, solemne, tranquila, con sus aguas obscuras pobladas de caracoleantes fosforescencias y su cielo límpido, en el que asomaban sonrientes un gran número de astros nuevos rodando en el misterio.

Ramiro se le impuso con predilección exclusiva. Todo, en aquel descendiente de ilustres caballeros, la precoz seriedad, el porte, el discurso, le inspiraban el presentimiento de una vida llamada a las más heroicas empresas. Además, había notado que cada vez que pronunciaba su nombre delante de Beatriz, el rostro de la doncella se coloreaba al pronto de instantáneo rubor.

El muchacho pensaba con inquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta la costa. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde, creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecía sobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando los brazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.

Se lo agradezco a usted muchísimo. Y su pálida faz se coloreaba ligeramente, como blanca nube matutina herida por el primer rayo del sol. Hacía mucho tiempo que no creía en Dios, y un día, como hubieran llevado a casa de la condesa unos iconos, cometió con uno de ellos un horroroso sacrilegio. Con este motivo, se cayó en la cuenta de que había perdido el juicio.

Venían de hacer una promesa a la Virgen de los Cubells y habían dejado en su altar dos velas rizadas traídas de la ciudad. Mientras Margalida iba hablando con voz triste de las dolencias de la vieja, el egoísmo de una juventud robusta coloreaba sus mejillas y sus ojos delataban cierta impaciencia. Aquel día era de festeig.

Fue en el mismo instante que un relámpago coloreaba de luz lívida el mar y estallaba un trueno sobre su cabeza, conmoviendo con horrísono tableteo los ecos de la inmensidad marítima y las oquedades y cimas de la costa. «No; los muertos no mandan, los muertos no gobiernanJaime, como si fuese un hombre nuevo, se burló de sus pensamientos de poco antes.

Al detenerse en una altura, volvió Maltrana la cabeza y vio flotando a sus espaldas, sobre los cerros negros, un velo rojo, un resplandor de lejano incendio, que coloreaba gran parte del horizonte. Era el vaho luminoso de Madrid invisible.

Denso rubor, como el aterciopelado carmín de las rosas, coloreaba sus mejillas; pero en seguida, al reconocer al mancebo, una sonrisa hospitalaria, hechicera, talismánica, que mostró la blancura de sus dientes, tornó, al pronto, su semblante claro y tranquilo como la luna. ¡Ah!, ¿eres , señor don Ramiro? exclamó. ¡Bienvenido seas! Perdón, si ayer os hice daño con la flor, en la calleja.