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Los pinos y sabinas quedaron atrás en la falda del monte. Caminaba ahora entre bancales de tierra arada. En unos campos vio payeses que trabajaban; en un ribazo encontró varias atlotas que recogían hierbas, encorvándose sobre el suelo; en un camino se cruzó con tres viejos marchando lentamente al lado de sus borricos.

Varias veces examinó el general a Pepito; en más de una ocasión le hizo preguntas, al parecer inocentes, en realidad encaminadas a ver el cauce por donde iban sus inclinaciones; y siempre quedó, aparte pasión de abuelo, que es padre doble, maravillado del instinto con que se asimilaba cuanto trascendiese a hombría de bien y sentimiento de justicia.

Don Paco, según hemos dicho, era un hombre enciclopédico, de varias aptitudes y habilidades; la mano derecha del cacique y la subordinada inteligencia que hacía que en el lugar la soberana voluntad del cacique se respetase y cumpliese.

Pasó por delante del criado sin aguardar a que éste la anunciase, avanzó resueltamente como quien tiene derecho a ello, atravesó tres o cuatro grandes estancias lujosamente decoradas, y alzando ella misma la rica cortina de raso con franja bordada, entró en una habitación más reducida donde se hallaban congregadas varias personas.

Pero al oír su lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los sonidos del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquelloSánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia. Lo que llaman mi palacio murmuró no es para más que una casa de huéspedes.

Los galgos, en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo que si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin mostrar prisa. Así estuvieron varias horas.... ¿Y quién ganó? preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por la estúpida apuesta. ¿Quién había de ganar? Los hombres.

Doña Manolita remedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde la llamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para los galanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; y recordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamaba Polilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».

Las costas de este seno se hallan bordeadas de varias islas y las puntas de pequeños arrecifes; pero en la parte SE. éstos se extienden cerca de 7 millas hacia el medio del seno.

Tal vez eran demasiado gruesos para la temperatura reinante, pero ellas tenían prisa de exhibirlos al saltar a tierra, contando con la admiración o la envidia sonriente de las amigas. Faltaban aún varias horas para llegar a Buenos Aires. Las orillas, sin una colina, sin altos bosques, permanecían invisibles y el río desarrollábase inmenso y solitario como el mar.

El señor duque no está visible para usted.... ¡Sígame, o llamo! Y al mismo tiempo echó una mirada en torno como en ademán de cumplir su promesa. La Estuardo empalideció aún más. Desprendiéndose del brazo de Dávalos la siguió al fin. Esta escena había sido observada por varias personas; pero nadie osó seguirlas si no es el demente Manolo, que lo hizo de lejos.