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Echó á correr y llegó al terraplén á tiempo para ver á Roussel acercarse á un coche que estaba parado en la plaza y hacer señas al cochero para que acercase el vehículo á la esquina de la callejuela, á dos pasos de la puertecilla. Mientras la carretela atravesaba la plaza para colocarse al pie del terraplén, Roussel la seguía con aire plácido.

Plácido, recogido por caridad en el castillo, e hijo de padres desconocidos, había sido criado con amor por doña Aldonza, la mujer de don Fruela. Hasta la edad de ocho años, vivió Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor que él. Juntos jugaban los niños, y juntos aprendieron a leer y la doctrina cristiana.

Me lo temía. ¡Qué cabeza! ¡Si estaba ella anoche muy encalabrinada...! Pero señora, ¿por qué no pasa a casa de D. Plácido? Allí habrá sillas, al menos, y podrán la señora y los señores sentarse a gusto...». Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengo la seguridad de que él la encuentra. Segunda llamó, y Plácido no estaba.

30 Porque todas estas cosas buscan los gentiles del mundo; que vuestro Padre sabe que necesitáis estas cosas. 31 Mas procurad el Reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas. 32 No temáis, manada pequeña; porque al Padre ha placido daros el Reino.

Después, al esparcirse la luz del alba, se levantaron todos, menos el padre, que seguía en su plácido sueño. Al asomarse las mujeres al porche, dominadas por los más lúgubres pensamientos, esperaban presenciar un cuadro horroroso: la torre destruida y colgando sobre sus ruinas el cadáver del señor.

Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como suele decirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban. «Hijo, no te pongas tan pesado... deja marchar a Plácido. , como te estás durmiendo hasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga». Jacinta, entre tanto, había salido un rato de la alcoba.

Algo hacía en verdad, mas era en gran parte pura farsa; y cuando le preguntaban si iban bien los negocios, respondía en el tono de comerciante ladino que no quiere dejar clarear sus pingües ganancias: «Hombre, nos vamos defendiendo; no hay queja... Este mes he colocado lo menos treinta chicos... como no hayan sido cuarenta...». Vivía Plácido en la Cava de San Miguel.

Aquellas frases iban poco a poco resolviéndose en palabras sueltas, después en monosílabos; oíase un bostezo, otro, y al fin todo quedaba en plácido silencio, después de extinguida la luz, a cuyo resplandor había enriquecido sus conocimientos el capataz de mulas. Una noche, después que todo calló, dejose oír ruido de cestas en la cocina.

Media hora le bastaba para ganar el sueldo de un mes. Una tarde había llegado á reunir tres mil francos: más de medio año de trabajo en la cátedra y el laboratorio.... Monte-Carlo le parecía un país interesante y la vida en él un descanso plácido, que resaltaba sobre la monotonía parda y laboriosa de su existencia anterior.

Al verle tras su largo cautiverio, don Fernando le estrechó la mano, sin la más leve emoción, como si se hubiesen encontrado poco antes, y le preguntó por su padre y su hermana con voz suave y gesto plácido. Era el hombre de siempre, insensible para el dolor propio, conmovido ante el sufrimiento de los demás.