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Uno de esos sueños se repetía frecuentemente: estaba en su presencia, sentía el corazón palpitarle, las manos le temblaban, y no podía pronunciar una palabra, y ella, después de haber esperado en vano sus palabras, se alejaba, se desvanecía, dejándole inmóvil, petrificado. Esa angustiosa incapacidad para todo, lo dominaba aun despierto, le impedía correr a buscarla.

Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba. El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado.

Al verme llegar temblaban los dueños de los Casinos, los empleados y hasta las mesas verdes. «¡Viva el vengador!», gritaban en el atrio los que habían perdido su dinero. Pero yo pasaba adelante, impasible como un dios, sin hacer caso de estas ovaciones de la canalla. ¡Figúrese usted lo que le costaría ganar al poseedor del secreto de los errores infinitesimales!

El corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared de una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó a cantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita.

Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondía y lanzó un profundísimo suspiro.

Sintió en su rostro un chorro caliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya ó de aquel cuerpo en el que se iba apagando el jadeo mortal. Luego se vió elevado del suelo por varias manos que le empujaban ante un hombre. Era Su Excelencia, con el uniforme desabrochado y oliendo á vino. Sus ojos temblaban lo mismo que su voz.

No podía tener la esperanza de curarle, porque le conozco: cuando una idea lo inflama, nada es capaz de detenerlo; ya no razona ni ve. Sin embargo, esperaba que la crisis se resolviera de algún modo. Un día, de improviso, vi que había un nuevo peligro: Zakunine había visto al ginebrino, y al hablarme de él, le temblaban las manos, sus ojos despedían llamaradas.

La nieve caía con la misma constancia, puede decirse con el mismo encarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que el día primero en que salió a cantar; pero esta vez no era de vergüenza, sino de hambre.

De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo matarles, matarles, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos.

Hombres atléticos temblaban al andar, como si su esqueleto bailotease dentro de la envoltura de un cuerpo vaciado por la consunción.