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Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa.

Y era preciso que el recuerdo de aquella figura venerable estuviese aún bien presente en el pensamiento de Grano de Sal y del señor Durand, porque permanecieron un buen rato inmóviles ante el banco. Me parece estarle viendo aún dijo el señor Durand. Y a también respondió Grano de Sal. Un rumor sordo anunció la llegada del señor Karadeuc, el párroco. Primero ofició y después subió al púlpito.

Si nuestra alma estuviese únicamente dotada de inteligencia, si pudiese contemplar los objetos sin ser afectada por ellos, sucederia que en no alterándose dichos objetos, los veríamos siempre de una misma manera. Si el ojo es el mismo, la distancia la misma, el punto de vista el mismo, la cantidad y direccion de la luz las mismas, la impresion que recibamos no podrá ménos de ser siempre la misma.

Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo: ¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás...

Cuando quisiera algo de él, mientras estuviese en la fundición, podía darle sus órdenes por teléfono. Ya se verían, si Sánchez Morueta visitaba los altos hornos; y si su principal no iba por allá, pasaría él por el escritorio antes de marcharse. Sánchez Morueta nada dijo ante un deseo tan claro de evitar toda visita al palacio de Las Arenas. Adiós, hijo mío... Hasta la vista.

Aunque estuviese cansado o se le partiese la cabeza de dolor, nada, era preciso exhibirse en algún palco del Real, del Príncipe o la Zarzuela. El dinero que allí habían gastado, sumaba una cantidad imponente. Creía haber llevado bastante, y por tres veces tuvo que pedir más a su casa.

Doña Petronila, con una manteleta de raso negro, antiquísima, mal cortada, recibía a su mundo devoto como si estuviese ella de cumpleaños. Todo se volvía allí sonrisas, apretones de manos, elogios mutuos, carcajadas sonoras, que reflejaban el interior contento de aquellas almas en gracia de Dios. El Magistral fue recibido en triunfo. ¡Qué fino! ¡qué atento!

No había mancebo elegante en la ciudad que no estuviese aquel mediodía por las esquinas de la calle de la Victoria. La ciudad, en esas mañanas de domingo, parece una desposada. En las puertas, abiertas de par en par, como si en ese día no se temiesen enemigos, esperan a los dueños los criados, vestidos de limpio.

No podía ser de otra manera, pero yo esperaba que estuviese llena de gentes, de amigos que vendrían a mi encuentro para decirme: «No temas: ¡todo ha sido un sueño!...» Y no había nadie, ¡nadie! Aullaba un perro en una callejuela.

Y en las calles y en los paseos, en los teatros y en las iglesias, se observa en las fisonomías la misma vulgaridad, el signo indeleble de cursilería y de ignorancia que caracteriza a nuestros amables convecinos... Al tiempo de pronunciar estas palabras, como estuviese jugando con el bastón, se le cayó al suelo con estrépito.