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»Tiénese, y tengo yo también, por causa principalísima de este mortecino estado de cosas, la inextinguible y tradicional enemiga que existe, como usted sabe, entre los Carreños de la Campada y los Vélez de la Costanilla, los dos principales barrios, según usted recordará, bajo y alto, respectivamente, de Villavieja.

Algunos bodegones encendían sus candiles y las puertas volcaban sobre la calzada mortecino resplandor anaranjado. Un viejo sentado a una ventana, con la sien pegada a la reja, miraba al cielo rezando su rosario. En otra ventana, sin luz, era una joven la que rezaba. Su rostro tomaba el tinte ceniciento de la hora y su pupila fosforescía de modo extraño.

Metió en la habitación este anafe improvisado, colocándolo cerca de la cama. Feli seguía quejándose entre sueños. Frió... mucho frío... Tengo los pies de hielo. Maltrana se quitó la chaqueta, una prenda de verano que aún subsistía sobre sus hombros como testimonio de pobreza, y la extendió encima de la cama. El fuego mortecino iba extinguiéndose.

Piedras de bastante peso, arrojadas por los transeuntes ó arrastradas por las lluvias violentas, se veían flotando sobre el follaje polvoriento y mortecino; en el fondo se entrelazaban algunas ramas gruesas, y por entre sus hojas veía la negrura temida de un abismo. Un sordo murmullo salía de allí constantemente como quejidos de algún animal encerrado.

Unos en el suelo, otros en catres, dos o tres hamacas pendientes del techo, aquí un desvelado, allí un hombre feliz, dormido ya como una piedra, aquel que prolongaba su toilette de noche a la luz de un candil mortecino por cuya extinción suspirábamos, y al través de la puerta de la pulpería, el confuso ruido de nuestros portadores y sirvientes, que pretendían matar la noche alegremente.

Yo he oído la alegre canción que vibra en ellos, y os juro que es una alegre canción de amor y de esperanza, como aquella cuyo eco mortecino susurrea entre los labios entreabiertos y risueños de los niños dormidos».

Su tío, fray Espiridión Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la época, había sido su maestro, y «la Greca» podía escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que aún mantenían con Mallorca un mortecino comercio. Jaime encontraba con su vista algunos lienzos más allá distancia que representaba el paso de un siglo , otro retrato de hembra famosa de la familia.

Lo veía más claramente que al resplandor algo mortecino de los reverberos de la Cannebière... Pasaba con indiferencia sobre sus rasgos fisonómicos: en realidad, los había contemplado por primera vez. ¡Pero los ojos!... El conocía perfectamente aquellos ojos: se habían cruzado muchas veces con los suyos. ¿Dónde?... ¿Cuándo?...

8 Mortecino ni despedazado [por fiera] no comerá, para contaminarse en ello. Yo [soy] el SE

Le es indispensable la vista perspicaz del lince, para conocer en la cara del que ha de disponer, lo que él debe poner; el oído del jabalí para barruntar el runrún de la asonada; se ha de hacer, como el topo, el mortecino, mientras pasa la tormenta; ha de saber andar cuando va delante con el paso de la tortuga, tan menudo y lento que nadie se lo note, que no hay cosa que más espante que el ver andar al periodista; ha de saber, como el cangrejo, desandar lo andado, cuando lo ha andado demás, y como esas veces ha de irse sesgando por entre las matas a guisa de serpiente; ha de mudar de camisa en tiempo y lugar como la culebra; ha de tener cabeza fuerte como el buey, y cierta amable inconsecuencia con la mujer; ha de estar en contínua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo a quien salva la vida; ha de ser, como el músico, inteligente en las fugas, y no ha de cantar de contralto más que escriba con trabajo; y a todo, en fin, ha de poner cara de risa como la mona.