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Primero pasaron los portadores de las banderolas, con sus dalmáticas de seda con las barras aragonesas y altas coronas de latón sobre melenas y barbazas de estopa; tras ellos el cura municipal, el famoso «capellán de las rocas», jinete en brioso caballo encaparazonado de amarillo, el manteo de seda descendiendo desde el alzacuello a la cola del caballo, y enseñando la limpia y blanca tonsura al saludar con el bonete al público de los balcones.

Dos pajaritos extraviados, tiritando de frío, sin ver ningún punto sólido en que posarse, vinieron a descansar un momento sobre el paño de luto que cubría el féretro y que los portadores habían dejado en la saliente de una torrentera, mientras rompían con su cuchillo la nieve helada en sus zuecos de madera. ¡No por qué aquellos pobres pájaros extraviados, buscando asilo y socorro sobre un ataúd, me hicieron derramar lágrimas abundantes! ¡Aquello me recordó, sin duda, cuántas miserias y cuántas tristezas habían encontrado asilo en aquel corazón mientras tuvo vida!

Y la nube de jabón vino á desplomarse precisamente sobre la litera de Su Excelencia, que se volcó bajo el golpe, derribando á dos de sus portadores. Tales incidentes obligaron á los jinetes de la policía á dar una carga, haciendo retroceder á la muchedumbre. Volvió á abrirse un ancho espacio en torno al coloso, y sólo quedaron en este lugar descubierto los vehículos de las gentes distinguidas.

Escuchaban inmóviles los encapuchados, mirando a Jesús, que acogía estos trinos sin dejar de lagrimear bajo el peso del madero y el punzante dolor de las espinas; hasta que el conductor del «paso», dando por terminada la detención, golpeaba un timbre de plata en la delantera de la plataforma. «¡ArribaEl Señor del Gran Poder, tras algunos vaivenes, se hacía más alto, y comenzaban a moverse como tentáculos, a ras del suelo, los pies de los invisibles portadores.

Avanzaron dos portadores, uno tras del otro, llevando un fuerte palo sobre sus hombros y colgando de tal sostén el reloj de bolsillo del Hombre-Montaña. Los oyentes más cultos no necesitaron las explicaciones del inventario. Cuantos habían leído la historia del país estaban enterados de cómo era esta máquina primitiva de medir el tiempo que todos los colosos traían en sus visitas.

Nada se oía sobre la endurecida nieve, más que el chocar de los zuecos de madera de las mujeres que llevaban a sus hijos de la mano y, de cuando en cuando, el ruido sordo y cavernoso del ataúd de encina, recibiendo una ligera sacudida, al cambiar de sitio sobre los hombros de los portadores que se relevaban a porfía bajo la carga para nosotros sagrada.

En el curso de la procesión, cuando los portadores de los «pasos» necesitaban descanso y quedaban inmóviles las pesadas plataformas de las imágenes cargadas de faroles, bastaba un leve siseo para que los encapuchados se detuviesen, permaneciendo las parejas frente a frente, con el blandón apoyado en un pie, mirando al gentío con sus ojos misteriosos al través del antifaz.

Mimí y Dizzy, con sus grandes sombreros de paja y sus trajecitos de percal rosado, sentaditas en un sillón armado en parihuela y conducido a hombros por cuatro indios, parecían dos ángeles en el fondo de un altar. Habían tomado la delantera al paso vigoroso de los portadores y muy pronto las perdimos de vista.

Llegan entonces servidores del Rey; él cree que lo persiguen, y, ciego de ira, se arroja desde lo alto de un peñasco, y se mata. Los criados del Rey son portadores de aquella carta envenenada, que la Reina recibe, contenta y placentera, de su señor y esposo. Londres. El palacio real. El Rey, atormentado por sus remordimientos, acecha oculto á su esposa.

A cada momento, el Nacional, que iba con la capa al brazo, confundiendo su traje vistoso de torero con los vulgares de la muchedumbre, inclinábase sobre el hule de la cubierta de la camilla y mandaba descansar a los portadores.