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Y mirando hacia arriba en busca de luz, que ya nos faltaba abajo, montes erizados de crestas blanquecinas, y conos encapuchados de espesa niebla, y gárgolas de tajada roca amenazando desplomarse sobre nosotros; y a todo esto, el camino estrechando y retorciéndose cada vez más, subiendo aquí, bajando allá, y sin poder yo darme cuenta de si, desde que habíamos descendido del Puerto, bajábamos o subíamos en definitiva.

Los negros encapuchados, silenciosos y lúgubres, sin otra vida que el brillo de los ojos al través de la sombría máscara, avanzaban de dos en dos con lento paso, guardando un ancho espacio entre pareja y pareja, empuñando el hachón de lívida llama y arrastrando por el suelo la larga cola de sus túnicas.

Las blancas haldas de los encapuchados eran ya faldas sucias, en las que se marcaban huellas nauseabundas. Ninguno conservaba enteros los guantes. Un «nazareno», con el cirio apagado y una mano en el capuchón, se arqueaba ruidosamente frente a una esquina para dar expansión a su estómago revuelto. Del brillante ejército judío no quedaban más que míseras reliquias, como si volviese de una derrota.

La muchedumbre, curiosa, se agitó entre las cabezas de las dos procesiones. ¡Bronca!... Los encapuchados negros no respetaban gran cosa a los «judíos» y a su espantable capitán. Este, por su parte, tampoco quería salir de su fría altivez. La fuerza armada no debe mezclarse en las reyertas entre paisanos.

Deteníase el «paso» en mitad de la plaza, con su escolta de inquisitoriales encapuchados, y la devoción del pueblo andaluz, que confía al canto todos los estados de su alma, saludaba a la imagen con trinos de pájaro y lamentos interminables. Una voz infantil de temblona dulzura cortaba el silencio.

En Semana Santa, la gente que presenciaba el paso de las procesiones de encapuchados a altas horas de la noche, corría para oírla de más cerca. Es la niña del capataz de Marchamalo que va a echarle una saeta al Cristo.

Cada cincuenta pasos deteníase la sagrada plataforma. No había prisa; la jornada era larga. En muchas casas exigían que se detuviese la Virgen para verla con detención. Todo tabernero pedía igualmente un descanso a la puerta del establecimiento, alegando sus derechos de vecino del barrio. Un hombre atravesaba la calle dirigiéndose a los encapuchados de los bastones que iban ante el «paso».

Estaba el «paso» detenido en una calle del barrio de la Feria, y ya la cabeza de la procesión había llegado al centro de Sevilla. Los encapuchados verdes y la compañía de «armados» avanzaban con belicosa astucia, como un ejército que marcha al asalto. Querían ganar La Campana, apoderándose con ella de la entrada de la calle de las Sierpes, antes de que se presentase otra cofradía.

La multitud, con esa impresionabilidad fácil de los pueblos meridionales, contemplaba absorta el paso de los encapuchados, a los que llamaba «nazarenos», máscaras misteriosas que eran tal vez grandes señores, llevados por la devoción tradicional a figurar en este desfile nocturno que acababa luego de salido el sol. Era una cofradía de silencio.

Los encapuchados, con sus cirios crepitantes, escoltaban a la Virgen, temblando el reflejo de sus luces en este manto regio que poblaba el ambiente de vivos fulgores. Al compás del redoble de los tamboree, marchaba luego un rebaño de hembras, el cuerpo en la sombra y la cara enrojecida por la llama de las velas que llevaban en las manos.