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El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pícaro pardo había cumplido su promesa; un día de un altercado tremendo con mi tía, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó el landeau en una zanja, lo hizo pedazos y magulló a mi tía que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.

Se marchó de mañana por la dicha sierra y rio, y á las cinco de la tarde lo volvimos á pasar á la banda del SE, en el que se nos volcó la carretilla, y se mojaron algunas municiones. Este dia nos llovió á media tarde: paramos á cosa de las seis. Dia 19.

Corrió el animal hacia su amo, el pequeñuelo alargó las manitas, y mientras el hombre sacaba de la cesta, y partía la dorada libreta, la muchacha, sin dejar de mirarle, apartó a un lado la ensalada, sacó la botella del tinto, la servilleta, las cucharas de palo, y sobre el hondo plato de loza blanca, con ribete azul, volcó el puchero de cocido amarillento y humeante.

El cura, que estaba espantosamente lívido, dijo con voz ronca: «Podemos empezar,» y al instante arremetió con Marroquín, dándole una granizada de puñetazos que, por precipitados y descompuestos, no consiguieron aturdir al hirsuto profesor, el cual echando dos pasos atrás, y alzando la mano, asestó al cura, en medio de la cara, tan tremenda bofetada, que medio le volcó, y si no hubiera sido por la mesa, en que tropezó, le hubiera volcado por entero.

Rosa, atemorizada, bajó la cabeza; pero aún dijo con firmeza: Porque no me gusta para marido. Apenas había pronunciado la última palabra, cuando su padre cayó sobre ella como una fiera; la volcó en tierra y se puso a darle coces con increíble ferocidad. Parecía golpear sobre una vaca.

Además de esto, las rejas, que sólo dejaban ver la pared de enfrente; la aridez de la ciudad, donde no se encontraba una hoja verde; los aburridos paseos al lado del cura por aquel puerto de aguas muertas que olía a almeja corrompida y sin otros barcos que algunos veleros que llegaban a cargar sal... El día anterior, unos cuantos correazos más fuertes habían acabado con su paciencia. «¡Pegarle a él! ¡Si no fuese un cura!...» Se había fugado, emprendiendo a pie el regreso a Can Mallorquí; pero antes, como venganza, desgarró varios libros que el maestro tenía en gran estima, volcó el tintero sobre la mesa y escribió en las paredes vergonzosas inscripciones, con otras travesuras de mono en libertad.

Así vencimos, sin distinción de moros y cristianos, en Roncesvalles a las aguerridas huestes del emperador Carlo Magno; en no pocos puntos de nuestro litoral, a los terribles piratas normandos, idólatras y feroces; y en cien reñidas y sangrientas batallas, como las Navas de Tolosa y el Salado, a todo el poder fanático de Africa; a la ingente muchedumbre de almorávides, almohades y benimerines, que se volcó sobre España en sucesivas y devastadoras invasiones.

De repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un grito gutural. Ana se aplanó en el suelo. Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a la mareada Comadreja.

Cuando me vi en salvo, he aquí lo que observé y cómo me cuenta de todo lo ocurrido en tan poco tiempo. El terraplén se había hundido hacia la izquierda; la locomotora volcó por allí, encorvando el rail sobre que gravitaba; pero, como marchaba al mismo tiempo que caía, se encontró con el rail siguiente, que atravesó la caldera de parte á parte.

Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer la cesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo y entró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sin tomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, el labio inferior muy echado para fuera.