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Se había cortado las melenas y transformado su traje. Además, siguió con atención, en los diversos lugares de su trabajo, las predicaciones de algunos obreros procedentes de Europa que hablaban contra las compañías salitreras, incitando á los compañeros á la revuelta.

Dentro de ella cabalgaban sobre caballos en pelo los guerreros de la horda indígena en insolente avance sobre los núcleos de civilización pastoril enclavados audazmente en el desierto. Eran demonios cobrizos, de lacias y aceitosas melenas sujetas por una cinta, ávidos de aumentar con nuevas vacas y hembras blancas la fortuna de bestias y esclavas que guardaban en sus tolderías.

Una silueta de aquel buen tiempo de las melenas románticas, en que los poetas constituían la verdadera y lógica aristocracia; aquel buen tiempo en que había duelos pintorescos junto a las tapias de los camposantos por la belleza de un soneto, en que el romanticismo era como un vino generoso y locuaz que hacía soñar a todas las cabezas aun en un ambiente tan antiestético como el de la política.

Asomáronse las madres al barandal del corredor que sobre el patio caía, y vieron aparecer a Mauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente y extraviada, y todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora, que era mujer de genio fuerte, no se pudo contener y desde arriba gritó: «Trasto... infame, si no te estás quieta, verás».

Baja, dueño mío, ¿me oyes?... No tienes más que arañar la puerta. Yo abriré inmediatamente. Le miraba con sus ojos enormes y ávidos, que parecían querer devorarle. La punta de su lengua asomaba como un pétalo de rosa entre los labios súbitamente abrasados. Arremolinadas por la brisa, aleteaban en torno de su frente las cortas melenas, dando a su cara un aspecto diablesco.

Y fué allí, entre románticas melenas y retóricos madrigales, en la exaltación de la nueva escuela revolucionaria y las violentas aspiraciones de libertad, expresadas en odas y octavas reales, donde el bardo que elogió a la atormentadora Teresa tuvo el mal acierto de lanzar sus sarcasmos byronianos contra la rigidez de escuela o las virtudes militares del conde de Cheste.

Es un joven de cincuenta años; hermosote, sonrosado, con grandes melenas, como león genuino del Atlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones de manos a diestro y siniestro; gran parlanchín, bulle bulle, turbulento para echarla de vivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la ventana; gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas de carbón de piedra, que le producen veinte mil libras de renta.

Los guerreros de la Guardia, siempre con una mano en la empuñadura de la espada y acariciándose con la otra sus rizosas melenas, miraban á lo alto, sonriendo á las señoritas, emocionadas bajo sus guirnaldas de flores y sus velos.

Al invadir las sombras su nueva habitación, la muchacha experimentó el terror de lo desconocido. La daban miedo los libros en sus vetustas estanterías; pensaba con pavor en cierto Cristo ensangrentado, con lacias melenas, que el señor Vicente tenía en la pieza inmediata. Se había refugiado en la escalera y aguardaba impaciente la llegada de Isidro.

Vestían con elegante atildamiento; seguían las modas en sus mayores exageraciones. Las lacias melenas brillantes de pomada eran la única revelación de sus entusiasmos literarios. Cuerpo de dandy y cabeza de artista dijo uno de ellos a Isidro, resumiendo así los cánones de su indumentaria. El silencio de admiración con que el joven les escuchaba despertó cierta simpatía en favor suyo.