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Oyéronse al fin leves pasos que parecían provenir de unas estrechas escaleras, situadas cerca del joven; luego los pasos cesaron y se oyó un siseo de mujer. ¡Ah! ¡ya pareció ella! dijo Quevedo ; ¿pero quién será? Entre tanto Juan Montiño se había dirigido sin vacilar á las escaleras, y desaparecido por su entrada. Sigámosle.

Un gran siseo sumergía y apagaba aquel grito interrogante. Reinaba otra vez el silencio. Pero cuando parecía que todo iba a quedar sofocado se oía otra vez a Timoteo que desde el centro clamaba con voz agria: ¡Es que yo deseo saber por qué me pega a ese tío gordo! Al cabo estas preguntas peligrosas se fueron atenuando; se hicieron más raras y débiles.

En el momento en que vuelva de avisar al médico de la señora duquesa. Dióle un vuelco el corazón al duque, pero temeroso de comprometer á doña Juana, no preguntó ni una sola palabra más al lacayo, y recomendándole que concluyera pronto, se fué á esperar á la calleja. Pasó más de una hora. Al fin el duque sintió abrir una de las maderas de una reja y luego un ligero siseo de mujer.

En el curso de la procesión, cuando los portadores de los «pasos» necesitaban descanso y quedaban inmóviles las pesadas plataformas de las imágenes cargadas de faroles, bastaba un leve siseo para que los encapuchados se detuviesen, permaneciendo las parejas frente a frente, con el blandón apoyado en un pie, mirando al gentío con sus ojos misteriosos al través del antifaz.

Hablaron con Margalida unos cuantos atlots, pero de pronto, viendo la silla libre, el Cantó avanzó para sentarse en ella, sujetando el tambor entre la rodilla y un codo y apoyando la frente en su mano izquierda. La baqueta golpeó lentamente el parche, mientras sonaba un largo siseo reclamando silencio.

La fortuna recién adquirida en dos horas le parecía extraordinaria y tan inmensa como su buena suerte. Lo que yo quiero añadió en voz baja, cesando de reir , lo que yo deseo de ti, bien lo sabes... Ella le hizo callar con una mirada acariciante y un siseo discreto que equivalía á una promesa.

Si se hubiera tratado de otro marido, ¡bah! la caridad es más difícil á veces de lo que parece. ¡Pero qué rey... señor! ¡qué rey! De repente Quevedo se detuvo y escuchó con atención. Había oído un siseo. El siseo volvió á repetirse. De aquella reja sale, y nadie hay presente más que yo. Llámanme, pues: acudo. ¿Es á ? por cierto contestó la condesa de Lemos, entreabriendo la reja.

El viejo que había dejado sus bufandas y su pipa en el guardarropa dió varias palmadas, siseó para imponer silencio, y dijo luego con solemnidad: La asistencia reclama que nuestra bella musa recite algunos de sus versos incomparables. Muchos aplaudieron, apoyando esta petición con gritos de entusiasmo. Pero la masa se mostró displicente y empezó á moverse en su asiento haciendo signos negativos.