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El dió ejemplo de abandono de su deber como agricultor, puesto que en lugar de arar la tierra haciendo el trabajo por el que su amo le pagaba, se pasaba el día rezando.

Una mujer del pueblo, de aquellos alrededores, llamada Fiamma, fue cierto día a verme y a darme las gracias de no qué favor que le había yo hecho, y me contó que algunos años antes, pobre y miserable, se encontraba rezando en el camino, frente a una Virgen, pidiendo pan para ella y su familia, cuando, de pronto, pesada bolsa cayó a sus pies; levantó los ojos y vio a un joven caballero; era Carlos que le decía: »¿No eres Fiamma, jardinera en otro tiempo en el castillo del duque de Arcos?

Ya sabía yo que no me amábais dijo la reina levantándose y mirando al rey con cólera. Pero señor, ¿cuándo descansaré yo? exclamó el rey dejándose caer en el respaldo del sillón. Cuando arrojes de ti esa indolencia que te domina dijo con dulzura la reina ; cuando pienses que un rey no sirve á Dios solo rezando, sino mirando por la prosperidad, por el bienestar y por el honor de sus vasallos.

No topó con el suyo. Se dirigió a la catedral y se sentó sobre la tarima que había en medio del crucero, desde el coro a la capilla del Altar mayor. Apoyada la cabeza en la valla dorada, fría como un carámbano, la Regenta estuvo oyendo misa desde lejos, rezando oraciones que no terminaban y soñando despierta hasta que concluyó el coro.

En vano seguían rezando a gritos en sus casas, para que se enterasen los vecinos de la calle, imitando en esto a sus abuelos, que hacían lo mismo y además guisaban la comida en las ventanas con el propósito de que viesen todos que comían cerdo. Los odios tradicionales de separación no caían vencidos.

En la iglesia el Obispo está rezando, Y oid lo que está el malo publicando. En pregon dice: "Pena de la vida, A la Iglesia mayor nadie se atreva Por hoy ir, porque es cosa conocida, Que el Obispo intencion muy mala lleva. Y pues que la tenemos ya sabida, No habernos menester, dice, mas prueba." Ayala su alguacil prestamente Al templo para echar fuera la gente.

Llegó a relatarle las aficiones de su infancia, el placer indefinible que experimentaba pasando horas enteras arrodillada ante un Cristo, rezando rosarios tras rosarios. En aquella época, llevarla a la capilla de la Virgen de los Desamparados era para ella la mayor de las diversiones, y rezaba con tal devoción, que las viejas beatas se la comían a besos, asegurando que iba para santa.

¡Qué par de tórtolos! dijo . Te aseguro que me das envidia. Y Currita, con patética entonación, contestó desde la puerta: Verdaderamente que es un don del cielo no haber tenido en catorce años de matrimonio un solo disgusto. Fernandito acababa de llegar, y a la verdad que no eran sus trazas de haber estado rezando el rosario.

Bajó la cabeza, como para ocultar el llanto, y el movimiento acompasado de sus labios hizo creer á Cristián que estaba rezando. Jacobo, no puedo explicarte cómo ha sucedido todo esto, pero te afirmo que es cierto. Se ha cometido un error que no califico, porque me faltan palabras para ello, pero se ha cometido. Tu inocencia, en la que nadie ha querido creer, es cierta.

Los únicos que en aquella tertulia pensaban mal de las minas y no ansiaban las reformas, á más del capitán, eran su primo César, el señor de las Matas de Arbín y el párroco D. Prisco. El primero por su espíritu clásico y temperamento dórico, el segundo porque era un gran filósofo. D. Prisco sólo hallaba dos cosas dignas de atención: el cielo estrellado y la brisca. En consecuencia, ó rezando ó jugando: ésta era su vida. Todo lo demás estaba comprendido en dos palabras, las predilectas, quizá las únicas que salían claras de los labios de aquel hombre memorable. ¡Miseria humana!