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Equivalía a una burla infame citar su nombre a todas horas, como gloria y bandera de las aspiraciones hacia el pasado, mientras sus restos permanecían en un rincón, sin el más leve signo de homenaje, como los de un hombre que hubiese atravesado la vida sin ruido y sin afectos. Feli deletreaba las inscripciones en lápiz que ennegrecían el yeso alrededor del nicho.

La bondad de Dios no se agota nunca. ¡Quién sabe si querrá repetir en usted sus prodigios, haciendo que salga de ese vientre otro mastín para la defensa de su rebaño!... Feli compadecía la simpleza del devoto, ofendiéndose al mismo tiempo por la misión animal que atribuía al hijo de su entrañas.

Después pensó Isidro en su compañera, nerviosa y quebrantada por su estado físico; en lo peligroso que sería darle la noticia, sin que una nueva crisis pusiera en peligro su salud. Cuando subió, le esperaba Feli con la mirada interrogante y la cara triste, como si el instinto femenil le avisase la desgracia. Sólo por un asunto importante podía haberse resuelto su tío ir a visitarles.

Una náusea los repelía de su boca, y de nuevo se sumió en su inmovilidad, en aquel agotamiento que la hacía permanecer como insensible. El joven se apartó de la ventana al oír un suspiro de angustia. ¡No veo... no veo! gimió Feli, llevándose la mano a los ojos. Maltrana corrió hacia ella. ¿Qué te pasa, nena? ¿Qué sientes? -Mi padre... dijo con voz lenta , mi tío Manolo... frío, mucho frío.

Maltrana comprendió que no debía esperar más del Ingeniero, y dejó de ir al Café de San Millán. La miseria les estrechaba cada vez con mayor crueldad. Feli estaba fatigada; había perdido la fortaleza de sus primeros días de labor. Avanzaba su embarazo.

El Ingeniero, al oír que era una mujer la que acompañaba a su sobrino, abandonó bruscamente el manubrio, y pisando las cartillas, aproximó a Feli sus antiparras, contemplándola largo rato. Muy bien, sobrino, muy bien; mi enhorabuena dijo con sonrisa de inteligente en el género . Tanto gusto en conocerla, joven, y que siga usted muchos años tan antipática y tan feota... La pobrecita está ciega.

Feli, arremangándose los brazos, pegados a su frente los rebeldes rizos con el sudor y el polvo, daba pataditas en el suelo y torcía el gesto, no encontrando nunca a su gusto la posición de la cama. Quería que se viese bien, que la luz hiciera brillar el oro con todo su esplendor: para esto habían gastado el dinero.

Eran retratos, y el joven explicó a Feli la grandeza de todos aquellos señores que mostraban sobre el papel su gesto leonino, mirando a lo alto con ojos ardientes de inspiración. Fíjate, nena; éste es Víctor Hugo, un semidiós. Cuando yo arregle mis libros, te daré a leer algo suyo.

La gente que se arregle como pueda; que diga lo que mejor le plazca. Maltrana quedó largo rato pensativo. Sentía el entusiasmo, la fe en el porvenir, los ensueños de ambición que acompañaban todos sus momentos de bienestar físico. Empezamos mal, Feli; con grandes necesidades, como todos los que subieron muy alto... no te das cuenta de adónde podemos llegar.

Se había dormido pensando en la necesidad de decirle una cosa... una cosa muy importante. Maltrana inclinó su cabeza para oír mejor. Habla: dime qué es eso. Pero Feli se resistió a hablar, ocultando su cara al mismo tiempo que sus mejillas se enrojecían intensamente. No; así no. Temía que alguien la oyese; que sus palabras llegasen hasta el devoto, que dormía al otro lado del tabique.