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El anciano cura vestía unos calzones anchos de pana, remendados, como los que gastan los paisanos por aquella tierra; traía en los pies almadreñas con escarpines de paño burdo, chaqueta lustrosa por el uso, y camisa de lienzo hilado por el ama, sin alzacuello ni cosa que lo valga. Era el traje de un labrador, sin quitar ni poner nada.

Era un joven recién salido de las aulas. Lo primero que hizo fué despojarle de la chaqueta, cortándosela por la espalda; después hizo lo mismo con el chaleco y la camisa. Cuando la carne quedó al descubierto, no pudo retener una carcajada: ¡Qué herida, ni qué calabazas! Aquí no hay nada.

El Hombre-Montaña se fijó en varias mujeres que estaban en lo alto de dicha puerta para verle pasar, y en un hombre, el único, envuelto en púdicos velos. Gentleman, soy yo dijo á gritos, agitando sus blancas envolturas. El gigante extendió la mano sobre las torres, y tomando entra dos dedos á Ra-Ra, lo puso delicadamente en la abertura del bolsillo alto de su chaqueta.

-Vamonos de aquí-nos decía a cada paso. -Espera que podamos vestirnos decentemente y reunir unos cuartos, y nos iremos-le decía yo. Esperó, con grandes protestas. Con el primer dinero que tuve compré una chaqueta, un morral y unas botas grandes con polainas. Allen se vistió a la moda del país; Ugarte, cuando se vio con su traje nuevo, dijo que teníamos que marcharnos.

Nolo pudo parar su golpe con el brazo izquierdo que aun con la almohada de la chaqueta se resintió bastante. Lanzó un rugido de dolor el guerrero de la Braña y acometido de rabia homicida comenzó á brincar en torno de su enemigo como un tigre sediento de sangre, atacándole por todas partes con incansable furor.

El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escaso parecía llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarros y las cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciaban estaba desierto el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por los rincones.

Leonora, siempre sonriente, parecía impacientarse. Bien sabían en la casa que ella no admitía réplicas. Vamos, Rafael, no sea usted tonto. Habrá que tratarle como a un niño. Y cogiéndole por una manga, como si se tratara de un chiquitín, comenzó a tirarle de la chaqueta. El joven, en su turbación, no sabía lo que le pasaba.

Obedecí y me dieron unos pantalones raídos, un chaleco viejo y una chaqueta con un número grande en la espalda. Tenía el propósito decidido de no protestar de nada, y eso me sirvió, porque algunos de nuestros compañeros, entre ellos Ugarte, además del despojo, tuvieron que sufrir el encierro.

Una chaqueta y un pantalón de tela componían todo su atavío, y una corbata negra, negligentemente anudada, permitía ver un cuello nervioso que soportaba un rostro risueño y abierto.

Intentó cogerlo por los brazos; pero el pobre muchacho se estremeció, lanzando una mirada a su madre, que despertó en ella vergonzosas sospechas. No, no me toque usted, mamá: ¡lejos...! no necesito a nadie... estoy bien. Y cayó como un fardo sobre el mismo sofá en el que por la tarde había visto la arrugada chaqueta como impasible acusadora del adulterio. Juanito se moría.