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No sabía lo que ocurriría en ese momento, y no se atrevía a pensarlo. Y a toda hora sentía que la pobre vieja estaba allí, muy cerca. Estaba seguro de que se paseaba por el bosque vecino, con su gorro de pieles, y de que se ocultaba debajo de la mesa, debajo de la cama, en todos los rincones obscuros. Durante la noche permanecía en pie detrás de la puerta, tratando de abrirla suavemente.

Indudablemente la llevaba á solas, como un gorro casero. Otro motivo de admiración eran los viajes del grande hombre.

Aquella figura, alta y sombría, no tardó en recibir un rayo de Luna; viose entonces distintamente que era un cosaco con su gorro de piel de cordero y que llevaba la lanza bajo el brazo, con la punta hacia atrás.

No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia.

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con aire pensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por las barbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los pliegues y repliegues del pecho.

Y ¿para qué? exclamaba el pobre don Santiago, devorándose las lágrimas y paseando maquinalmente alrededor de su cuarto, con las manos en los bolsillos del pantalón, y el gorro de panilla azul caído sobre el entrecejo.

Sentíase orgullosa de su pelo blanco, duro y abundante. Admiró al otro lado de la verja el pequeño hotel rodeado de árboles. ¡Lo que una mujer puede ganar con sus pies!... Pero la proximidad de una jovenzuela con delantal y gorro blancos no le permitió continuar su examen. Esta doméstica elegante avanzaba atraída por el llamamiento del timbre.

Ese maldito sayo negro que les ponen, y el gorro de la cabeza, le habían mudao enteramente. Paecía un alma del otro mundo.

Es lo que él había hecho. Dió un nuevo revés al gorro y se lo echó a la nuca. De modo... dijo misia Gregoria, que no podía respirar.

Allí se subió al mismo coche un matrimonio obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir. El valle se había ido cerrando poco a poco.