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¡Fuego de Dios! exclamó Quevedo. Idos dijo con impaciencia Dorotea. El tabernero se encaminó á la puerta. Volved lo de afuera adentro dijo Quevedo. El tabernero le comprendió, puesto que quitó la llave del lado de afuera y la puso por el lado de adentro. Quevedo se levantó y echó la llave.

El duque de Osuna es mi amigo. No; es tu criado. ¡Catalina! ¿No has pensado nunca en el reino de Nápoles? Quevedo miró profundamente á la joven. La joven sonreía de una manera singular. ¡Rey! dijo con acento hueco Quevedo . ¿Y qué es ser rey?

Buena y contenta contestó doña Clara. ¿Y no está pálida? Nunca ha tenido más hermosos colores. Pues que paren la litera. Pero yo no os entiendo dijo don Juan. Entiéndome yo; vóime donde iba, y adiós. Y abrió la portezuela. Para dijo al lacayo. La litera paró, salió Quevedo, se embozó en su capa y echó á andar. Cerró don Juan la portezuela, y la litera siguió.

Dadme vuestro brazo á fin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante. Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio. ¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros. Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que no era mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo, salieron de la calleja. Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.

Ya os he dicho que puedo ser vuestro amigo. Hablad. El duque de Lerma se sentó y Quevedo volvió á sentarse también. Voy á desembozar algunas palabras que os están haciendo sombra, y á empezar por desembozándome.

Que transcurrida bien una hora, se abrió otra vez el postigo y salió un hombre, en quien el declarante conoció, á pesar de lo obscuro de la noche, por el andar, á su señor don Rodrigo Calderón; que apenas don Rodrigo había andado algunos pasos cuando fué acometido, y que queriendo ir el declarante á socorrerle, como era de su obligación, se encontró con el otro hombre, que le esperaba daga y espada en mano, y en quien á poco tiempo conoció á don Francisco de Quevedo.

¿Para salir al tejado? No tanto. Por aquí se sale á las almenas viejas, y por las almenas se entra en los desvanes, y por los desvanes se va á muchas partes. Por ejemplo, al almenar á donde cae la ventana del dormitorio del cocinero de su majestad. Pues no hay que preguntarme otra vez si quiero dijo Quevedo quitándose los zapatos. No dejéis aquí vuestro calzado, porque saldremos por otra parte.

A la ventura, á tomar el aire. Habéis, pues, tenido un buen encuentro, porque os he curado dijo Quevedo. Aún no del todo. Mi amigo os espera en vuestra casa. ¡Ah! ¡pero vuestro amigo me da miedo...! ¡no os digo que estoy asombrada!... ¡yo, que me he burlado del amor! El amor se venga.

¿Y qué habéis pensado de la reina? Dejándome guiar de las apariencias, hubiera pensado de ella mal si don Francisco de Quevedo y Villegas, mi amigo, no me hubiera hablado de su majestad bien. Si os guiáis por las apariencias, debéis haber pensado de muy mal. Yo... séquese mi pensamiento, si llego á pensar de vos...

Quedáronse atónitos los dos jóvenes á estas palabras de Quevedo, y guardaron por algún tiempo silencio. ¡Tan pronto! ¡tan de repente! dijo al fin doña Clara . ¿Qué motivo puede haber?... Motivo y aun motivos. Es el primero, que yo no estoy muy seguro, y tanto, que si no estoy preso, en engaños consiste que no pueden durar mucho tiempo. ¿Pero esos motivos?