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Actualizado: 8 de mayo de 2025
El ex-castrense se llamaba Quevedo y era del propio Perchel, feo como un susto, picado de viruelas, de mirada aviesa y con una cara de secuestrador, que daría espanto al infeliz que se la encontrase en mitad de un camino solitario. Bebía aguardiente aquel clérigo como si fuera agua, y su lenguaje era un ceceo con gargarismos.
No sabes, no sabes lo que sucede. ¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernos á ver! Cuando volvamos á vernos será para no separarnos. Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte. ¿Dónde hará falta este pícaro? dijo Quevedo. Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuando miró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni don Juan de Guzmán estaban en la estancia.
Iba Quevedo en la litera y á obscuras, aunque sin ir en la litera á obscuras hubiera también ido por lo tenebroso de la noche, y luchando con un millón de conjeturas, á ninguna de las cuales encontraba una explicación razonable. Esto sucedía al principio de la noche.
¿Y qué se yo? dijo Casilda ; yo no la he visto morir. ¿Pero no ha muerto en la casa? Sí; sí, señor, según dicen don Francisco de Quevedo y el padre fray Luis de Aliaga, que la trajeron allá muy tarde. ¿Que la trajeron? Sí, señor; la trajeron al obscurecer; la señora había salido muy engalanada con el tío Manolillo; dicen que esta noche pasada han matado al tío Manolillo.
El Guzmán de Alfarache, de Alemán; el Gran tacaño, de Quevedo, y el Marcos de Obregón, de Espinel, son las obras maestras de esta especie, llenas de un conocimiento profundo del corazón humano, de gracia inagotable, de animación y de sal, que por sus descripciones exactas de la vida ordinaria forman la más decidida oposición con el mundo ideal y fantástico de las obras coetáneas; pero no desnudas por esto de invención poética.
Se escuchaban los pasos precipitados de dos hombres que se acercaban á la carrera. ¿Quién va? dijo Quevedo. El cocinero de su majestad contestó una voz angustiosa. ¿Y quién más? repitió Quevedo. Fray Luis de Aliaga contestó otra voz. ¡Ah, bien venido seáis! He aquí, doña Clara, que Dios nos envía amigos. Pero doña Clara no contestó. Helósele la sangre á Quevedo.
¿No conocéis entre vuestros enemigos alguno tan noble y tan grande que no pueda confundirse con ninguno otro? ¿El duque de Osuna? Sí, pero no os hablo de él; aunque el que yo digo anda cerca de él. ¡Quevedo! ¡Pero si Quevedo no quiere ser mi amigo! Mereced su amistad. ¡Merecer su amistad! dijo con orgullo el duque.
Yo os daría un consejo; ¿Cuál? Hacéos sacar del cuerpo los malos, y cuando os los hayan sacado entonces hablaremos; entonces veremos si yo os sirvo á vos, ó si vos me servís á mí. Y Quevedo se levantó en ademán de irse. Esperad, esperad, don Francisco; os necesito aún. ¡Ah! ¿con que aún no me suelta? Nunca habéis estado más libre que ahora. Pues mirad, nunca me he sentido más preso.
No lo sé, porque un hombre me seguía. ¿Os acompañaba alguien? Sí... sí... señora dijo vacilando Montiño. ¿Quién os acompañaba? Don Francisco de Quevedo. ¡Ah! ¿está don Francisco en la corte? exclamó con precipitación la dama. Creo que, como yo, ha llegado á ella esta noche. Y... ¿sois amigo de don Francisco?...
¡Oh! ¡esto es ya demasiado! dijo la reina. Perdonad, señora... dijo Quevedo yo no le he podido contener; ¡el tío Manolillo está loco! Y Quevedo, saludando profundamente á la reina y antes de que ésta, reponiéndose de su sorpresa, le pudiera contestar, salió.
Palabra del Dia
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