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Esos kioscos, accidentados de ligeros adornos, son á propósito para lugares abrigados, pero en los nuestros dan miedo: parece que el viento va á llevárselos. Los chalets que, en Suiza, ostentan grandes cobertizos para resguardarse de las nieves y encerrar el heno, tienen el grave inconveniente de quitar mucha luz.

Hay una estación en la cima y también fondas y kioscos de estilo chinesco. El viajero que va en busca de emociones encuentra allí bizcochos, licores y poesías á la salida del sol. Lo que han hecho los americanos en el monte Washington, lo han imitado á escape los suizos en el Righi, en el centro del panorama grandioso de lagos y montañas.

En la inmensidad de su recinto agloméranse confusamente verdores de bosques, lagos artificiales, canales brillantes, puentes de mármol, terrenos cubiertos de minas, tejados barnizados relucientes al sol; por todas partes se alzan pagodas heráldicas, blancas azoteas de templos, arcos triunfales, kioscos saliendo de entre el follaje de los jardines; después, espacios que parecen montes de porcelana; y siempre a intervalos regulares la mirada encuentra algunos de los bastiones, de aspecto heróico y fabuloso.

Al dejar la muralla de la ciudad tártara, seguimos mucho tiempo caminando entre las cercas de los jardines sagrados que rodean el templo de Confucio. Era el fin de otoño; ya las hojas estaban amarillas; una dulzura suave erraba en el aire. De los kioscos santos salía un susurro de cánticos monótonos y tristes.

Vió tarjetas más grandes que tenían pintada la ruleta, con indicación de sus números y colores, y libros, muchos libros de los que se venden en las papelerías y kioscos de periódicos: luminosos tratados para ganar indefectiblemente á todos los juegos.

Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín.

Al día siguiente, encerrado con el general en uno de los dos kioscos del jardín, le conté mi lamentable historia y los motivos fabulosos que me impulsaron a venir a Pekín. El héroe me escuchaba silencioso, retorciéndose sombríamente su espeso bigote de cosaco. ¿Sabe usted el idioma chino? me preguntó de repente, clavando en sus pupilas sagaces.

Le atrajeron desde el primer momento los callejones de los barrios turcos; sus casas blancas; sus balcones salientes cubiertos de celosías, que son como jaulas pintadas de rojo; las mezquitas, con patios de cipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santones en kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de una lámpara; las mujeres veladas por sus negros firadjes; los viejos que transcurren silenciosos y pensativos bajo su gorro de escarlata, siguiendo los bamboleos del asno en que van montados.

El respetuoso Sa-Tó, descorrió las cortinas y me hallé en un jardín obscuro y silencioso, donde, entre sicomoros seculares, kioscos iluminados, brillaban con una luz suave, como colosales linternas perdidas en la selva. Los surtidores y las fuentes murmuraban en la sombra.