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¡Pero, hombre! ¡ja, ja!... ¿Quieres que no me ría, si me dices, ¡ja, ja, ja! que eres un chino y yo una china? ¡ja, ja, ja! Sus carcajadas eran cada vez más sonoras y más fingidas.

¿Qué le ha pasado? ¿Está enferma? preguntó. Ahí la tiene V. ¿Dónde? dijo mirando a todas partes, sin ver rastro de china. Ahí. ¿Pero dónde? Esa marrana que tiene V. delante. ¡Cómo! exclamó mi amigo, creyendo que el chino se había vuelto loco. , señor; ya sabíamos en casa que de esta semana no podía pasar. Usted, señor, por lo visto, no sabe lo que ocurre en este pueblo...

Para una joven que se respeta, es tan imposible casarse con un hombre que ha cometido una acción deshonrosa, como con un criado negro ó un esclavo chino. Sorege sonrió. Entreabrió los párpados y dijo con tranquilidad perfecta: ¿De qué se me acusa? Porque se me acusa de algo, no puedo dudarlo, y para justificarme es preciso que conozca las calumnias que se han inventado contra .

Son hermanos de los hombres blancos que me arrancaron de las manos de los arfakis, cuando iban a matarme. En aquel instante Cornelio y Van-Horn se presentaron en la puerta. ¡Tío! ¡Sobrino! ¡Hans! ¡Van-Horn! Los cuatro náufragos, que llegaron a temer no volver a verse, se abrazaron estrechamente, mientras el chino, arrebatado de alegría, daba saltos por la estancia, como si estuviera loco.

Para defenderse del siamés, entró en amistades con el chino, que le dijo muchos amores, y lo recibió con procesiones y fuegos y fiestas en los ríos, y le llamó «querido hermano». Pero luego que entró en la tierra de Anam, lo quiso mandar como dueño, hace como dos mil años: ¡y dos mil años hace que los anamitas se están defendiendo de los chinos!

Y como el chino no entendía de gustos femeniles y quería ser galante, pidió los tres mejores brazaletes que el joyero tenía, que costaban de tres á cuatro mil pesos cada uno.

Pero la niña, examinándolo con curiosidad, profirió de repente un repentino grito de júbilo: ¡Pero mamá, si es John! ¿No le conoces? Es el chino que teníamos en Fiddletown. Los ojos hirientes de Ah-Fe brillaron por un instante con eléctrica conmoción. La niña palmoteó y le agarró por el vestido. El chino exclamó: Yo, John, Ah-Fe, todo es uno. Yo conocer a ti. ¿Qué tal va?

En la calle de Lacoste, un vigilante americano mató de un tiro á un chiquillo de siete años, por haberle quitado á un chino, un plátano.

Déjate de lloriqueos dijo Lady Clara librando su vestido de los húmedos besos de la niña, y sintiéndose molesta por extremo. Vamos, enjúgate la cara, vete y no incomodes. Escucha prosiguió cuando Carolina se marchaba. ¿Dónde está tu papá? ¿Quién te cuida, niña? dijo Lady Clara mirándola fijamente. John, el chino. Me vizto zola; John hace la comida y arregla las camas.

Y para calmar la impaciencia bélica del ruso, el príncipe Tong remitía, con estos recados sutiles, algún substancioso presente de confites o goma de bambú en caldo de azúcar. Había un kiosco en el jardín, bajo los sicomoros, que se denominaba, al modo chino, el «Reposo discreto»; a un lado un arroyo fresco cantaba dulcemente bajo una fuentecilla rústica pintada de color de rosa.