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Los techos reverberando, los pintorescos balcones verdes y azules, las altas y elegantes azoteas de estilo morisco, los arbustos cuajados de flores y perfumes, los grupos animados de una poblacion en que se veian tipos muy variados, los mármoles resplandecientes de las casas mas lujosas, los lejanos castillos destacándose sobre las ondas, las montañas, confusas en lontananza, el mar encrespado y sacudiéndose bajo su manto de luz crepuscular, el sol, enorme por un efecto de óptica, como bañándose en el océano, la brisa agitando suavemente los árboles, el cielo de una hermosura extraordinaria; todo aquello me llenó de encanto, de embriaguez, dejándome en el alma una hondísima impresion que nunca olvidaré.

Pronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía á nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile ó festín, y músicas sorprendentes. Flotaban banderas en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa.

La bahía es estrecha, pero bastante bien abrigada, y pintoresca por el contraste de las embarcaciones con todas las banderas del mundo y por el juego que hacen algunos fuertes sobre el fondo gris de las colinas, las bellas quintas de las cercanías, con elegantes azoteas y jardines, los grupos de palmeras, de naranjos y otros árboles pequeños, mantenidos con mucho esmero y fuertes gastos, porque la tierra no es bastante vegetal, y todo el conjunto gracioso de las casas de la ciudad, que tienen la forma de pequeños castillos ó de campestres residencias.

Con sus puertas de clavos y sus azoteas, lleno de moros tunecinos y hebreos de barba negra, bebiendo vino de oro en el café, comprando puñales con letras del Corán en la hoja, está, entre bosques de dátiles, el caserío de Túnez, hecho con piedras viejas y lozas rotas de Cartago.

Yo no lo digo por modestia. La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos contra la voluntad expresa del tío de Elenita.

Todos ansiaban por pasar y repasar sus ojos por la figura y talle de tan maravilloso cuanto extraño personaje. Los curiosos en las calles se empinaban, y las mujeres y muchachos desde las ventanas y azoteas hilaban de pescuezo y sacaban la cabeza a más poder, para divisar lo más pronto posible el autorizado acompañamiento que debería preceder al habitador de los subterráneos de la Alcazaba.

Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se apiñaba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesión desde la puerta del pueblo hasta el punto en que León X debía recibirla. Era a fines de Marzo: una hermosa mañana de la naciente primavera. Rompían la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal.

La mayor partes de los edificios eran de numerosos pisos, y algunos palacios tenían sus azoteas altas al nivel de su cabeza. Las casas, de nítida blancura, estaban cortadas por fajas rojas y negras, y muchos de sus muros aparecían ornados con frescos, gigantescos para los ojos de sus habitantes, que representaban sucesos históricos ó alegres danzas.

La segunda parte de la ciudad, separada del puerto, aparece luego pintoresca, alegre y agradable por la elegancia de sus casas, fondas y palacios, la hermosura de sus alamedas, el aseo exquisito de sus anchas calles macadamizadas, la gracia de sus jardines, el humo de sus altas chimeneas, sus azoteas de techos cubiertos de nieve, sus ricos é innumerables almacenes, las románticas torres de estilo gótico de sus templos, y el movimiento incesante de paseantes, de vendedoras de fruslerías, de hermosas damas y loretas, de coches, de carretas, de barateros, de muchachos gritando, y de cuanto puede hacer la animacion de una ciudad comercial.

Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominábala ciudad, viendo a lo lejos tejados y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo.