United States or Palestine ? Vote for the TOP Country of the Week !


Hacia Poniente se distingue la sierra, y a la margen opuesta del río los cementerios de San Isidro y San Justo, que ofrecen una vista grandiosa con tanto copete de panteones y tanto verdor obscuro de cipreses... La melancolía inherente a los camposantos no les priva, en aquel panorama, de su carácter decorativo, como un buen telón agregado por el hombre a los de la Naturaleza.

Por encima de las tapias del huerto conventual asomaban los negros y rígidos cipreses, que eran como el prólogo del arrobo místico, el dechado de la voluntad eréctil y aspiración al trance; y los sauces anémicos y adolecientes en la región los llaman desmayos , que eran la fatiga y rendimiento, epílogo dulce del místico espasmo; y los pomares sinuosos y musculosos, las ramas, de agarrotados dedos, mostrando rojas y pequeñas manzanas, que no sugerían la imagen del pecado, sino a lo más de un pecadillo.

Los laureles crecían rectos hasta llegar a las barandillas del claustro alto; los cipreses agitaban sus copas como si quisieran escalar los tejados; las plantas trepadoras se enredaban en las verjas del claustro formando tupidas celosías de verdura, y la hiedra tapizaba el cenador central, rematado por una montera de negra pizarra con cruz de hierro enmohecido.

El ciprés no parece una obra de la Naturaleza, sino de la mecánica. Los demás árboles, aunque sean de la misma especie, son variados en sus formas, en la estructura de sus ramas y horcajos. Cada árbol tiene su personalidad, su aire propio, su figura individual. Los cipreses, por el contrario, son todos iguales. Visto uno, vistos todos. Como ellos.

Me acerqué a contemplar el caserío: la fachada que miraba al mar era toda negra; la otra tenía un jardín abandonado, con dos cipreses secos, y luego una huerta, que se continuaba con un prado. Entré en la casa y llamé. Esperé algún tiempo, y un hombre que trabajaba en la huerta me dijo que el capitán, así llamaba sin duda al amo, no estaba en casa. Había ido a Elguea con su hija.

En la orilla opuesta se alzaba el convento de los Remedios, con su corona de cipreses, cuyas elevadas copas se erguían soberbias, sin echar de ver que el edificio se estaba abriendo en hondas grietas, como una planta abandonada se marchita cuando no hay una mano que la riegue.

Detrás de este patio había otro por el mismo estilo: allí estaban el noviciado, la enfermería, la cocina y los refectorios. Consistían estos en unas mesas largas, de mármol, y una especie de púlpito para el que leía durante las comidas. El departamento situado a la derecha de la calle de cipreses contenía un patio semejante a la del lado opuesto.

El jardín, que se extiende entre los cuatro pórticos del claustro, mostraba en pleno invierno su vegetación helénica de altos laureles y cipreses, pasando sus ramas por entre las verjas que cierran los cinco arcos de cada lado hasta la altura de los capiteles. Gabriel miró largo rato el jardín, que está más alto que el claustro.

Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche, y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino, jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado a la silla.

En la otra población situada a corta distancia, apretada, silenciosa, comprimida en sus casitas blancas entre sombríos cipreses, los habitantes invisibles eran cuatrocientos mil, seiscientos mil, tal vez un millón. Luego, en Madrid, había pensado lo mismo una tarde que paseaba con dos mujeres por los alrededores de la villa.