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Pasábale las piezas al señor Manolo, y éste reía, con el goce brutal de la destrucción, ofreciendo a Maltrana los conejos para que los tentase. Aún estaban calientes: ¡cómo los dejaba la bicha al morderles!... Anunció el Chispas que ya no salían más; la madriguera estaba despoblada. El Mosco tiró de la cuerda y volvió a sonar el apagado cascabeleo.

El Chispas dio un mugido de alegría; luego otro... luego otro. «Tres... cuatro... cinco: la bicha trabaja bienIba recogiendo los conejos de los capillos así como caían; unos sanos, otros con la cabeza destrozada por el hurón y manando sangre. A los que salían ilesos, huyendo de la sanguinaria fierecilla, el mozo los estrangulaba con sus duros dedos.

Extraía del fondo del cajón la diminuta fiera, que estiraba su cuerpo ondulante como el de un reptil y arañaba con sus patas los duros dedos del cazador. El Mosco se llevaba a la boca el hocico bigotudo, de agudos dientes, envolviéndolo en su aliento, mientras la bicha acariciábale los labios sacando su lengüecita con mohines felinos.

El Mosco abrió la bolsa y sacó el hurón. La bicha llevaba al cuello un cascabelillo de sonido débil, y en una pata el cordel que la obligaba a volver a su amo. Perdiose el sutil cascabeleo bajo tierra. El señor Manolo seguía con interés la operación, puesto a gatas al lado de su hermano. Maltrana, tendido de espaldas, miraba las estrellas, el cielo de obscuro azul escarchado de polvo luminoso.

Había que meterla por las bocas de las madrigueras con un cordel en la pata, para tirar de ella cuando se quedaba dormida, ebria de sangre. El Mosco, sin dejar de hablar, sacaba del bolsillo un pedazo de queso, colocábase un pellizco de él entre los labios, y la bicha lo devoraba con grotescas contorsiones. Pero ¡qué rica!

Se destacaban un instante en lo alto del cerro, empequeñecidas por la distancia, y desaparecían. El Mosco se aproximó a la venta: Cuando queráis... Llevaba en un saquito, colgando del cuello, su tesoro, la bicha, que se apelotonaba en la cárcel de lienzo buscando el calor de su pecho.

Renunció a leer a los primeros renglones, y comenzó a pasar hojas, deleitándose con alegría infantil en la contemplación de las láminas: leones, elefantes, caballos de salvaje crin y ojos de fuego, asnos a fajas de colores, como si los hubiesen pintado con arreglo a falsilla... El torero avanzaba descuidado por el camino de la sabiduría, hasta que tropezó con los pintarrajeados anillos de una serpiente. ¡Huy! ¡La bicha, la fatídica bicha!

La embriaguez de la sangre había enardecido a la bicha. El cazador lanzó un juramento sordo antes de volverla al saco; le había clavado en un dedo sus agudos colmillos. Isidro abandonó de mala gana el lecho de hojarasca, para seguir a la cuadrilla en busca de nuevas bocas. ¿Por qué no se retiraban ya? La operación estaba vista. Pero el Mosco protestó. ¿Retirarme?... ¡Botones!

Un poquito de afición... lo demás que dicen de es mentira. La escopeta estaba oculta bajo las tejas; el hurón dormía en el doble fondo de una caja cubierta de guiñapos, respirando por los agujeros abiertos en la madera. Cuando se presentaba Maltrana, su amigo el Mosco, como una demostración de gran confianza, le enseñaba la bicha, la joya de la casa, lo que más amaba.

Algunos días después de lo fuga de Fermín, vio llegar a su ahijado Rafael. Se hallaba sin colocación: había abandonado el cortijo. Venía a decirle que Fermín estaba en Gibraltar, y que un día de aquellos se embarcaría para la América del Sur. También a ti dijo el viejo con tristeza te ha picado la mardita bicha, que nos emponzoña a toos. El mocetón estaba triste, desalentado.