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Actualizado: 13 de mayo de 2025


Pasábale las piezas al señor Manolo, y éste reía, con el goce brutal de la destrucción, ofreciendo a Maltrana los conejos para que los tentase. Aún estaban calientes: ¡cómo los dejaba la bicha al morderles!... Anunció el Chispas que ya no salían más; la madriguera estaba despoblada. El Mosco tiró de la cuerda y volvió a sonar el apagado cascabeleo.

Parecía jugar con ellos, atraerlos, para huir después de cima en cima. Por fin, los dos neófitos se vieron al pie de las tapias de El Pardo. Maltrana consideró su altura con asombro. Aquello no eran tapias: eran las murallas de la China. ¿Y había él de saltarlas? Prefería quedarse al pie de ellas descansando. Esperaría tendido en el suelo el regreso del Mosco, aunque volviese al amanecer.

Viviendo el Mosco temía aproximarse a las Carolinas, y después de muerto el dañador causábanle repugnancia estos lugares, que despertaban sus remordimientos. Pero la necesidad borró sus escrúpulos, y emprendió la marcha hacia aquel suburbio de Tetuán.

Maltrana miraba estos animales sórdidos, de salvaje ferocidad, con gran repugnancia. Recordaba las confidencias del Mosco, indignado contra ciertos vecinos que, al encontrar en Madrid un perro muerto, se lo traían en el carro, arrojándolo en el corral, donde al poco tiempo sólo era un esqueleto descarnado.

Estas piezas de caza que servían para la manutención del Mosco eran las únicas que podían encontrarse en su vivienda. Esperaba siempre algún registro: los guardas reales tenían puestos los ojos en su casa; los civiles la habían visitado muchas veces.

Hombre, creo que no; pero nada puede asegurarse. A lo mejor... una casualidad... Un largo silencio acogió estas palabras poco tranquilizadoras. El Mosco seguía hablando para distraer a sus acompañantes de la fatiga de la marcha. Describía la grandeza de El Pardo: nadie lo conocía tan bien como él. En algunos sitios no podrían encontrarle todos los guardas juntos, de a pie y a caballo.

El Mosco y su acólito el Chispas habían caído en una emboscada de los guardas. El maestro había muerto acribillado de plomo; su discípulo y acompañante estaba en el hospital, con dos balazos en un hombro.

El miedo al Mosco le hizo ser atrevido y arrostrar el peligro de una vez... ¿Era de veras que Feli le quería? Pues a seguirle, a vivir juntos, olvidados de todo lo que no fuese su amor. Los dos hablaron sin emoción alguna, con el egoísmo de la pasión, de abandonar al padre, de engañar al amigo. Maltrana tenía dos mil reales, un capital, pues jamás había visto tanto dinero.

Al día siguiente habría carne de corzo en Tetuán; y el guarda que intentase impedirlo corría el riesgo de verse cazado, de que le disparasen de entre la espesura sin darle el «¡altoSi no había carne, era que el Mosco estaba en la cama entrapajado, sucio de sangre, con una ración de plomo debajo de la piel.

Algunos domingos, el Mosco invitaba a comer a Maltrana, anunciándole que vendría de Madrid un hermano suyo, capataz de venta de periódicos, el señor Manolo el Federal, gran personaje entre las gentes dedicadas al comercio de papel impreso. Maltrana le conocía. Era famoso en las redacciones por su lenguaje enrevesado y pintoresco y sus juicios sobre la política.

Palabra del Dia

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