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Triste, doliente, llorosa, parecía decirme: «Me ofreciste tu alma y tu vida; me ofreciste tu corazón, y se los diste a otra.... ¡Ingrato!» Y aquella voz tenía el timbre de la voz de Angelina. La visión desapareció arrebatada por una ráfaga del viento matinal que pasó estremeciendo las copas de los naranjos y columpiando los floripondios.

Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero. Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis ojos.

Silbaban los insectos nocturnos en lo más escondido de los follajes; los floripondios, mecidos por el viento, columpiaban pesadamente sus campanas de raso; el «huele de noche» no tenía aromas, y el agua corría silenciosa por el sumidero del pilón. De pronto arreció el viento, me estremecí de frío, y cerré los ojos. No cuánto tiempo estuve así, adormecido, abrumado de pesar.

Estas habían sido bien barridas y alfombradas luego de juncia y gayomba. Aguardando ver pasar la procesión se hallaban muchas personas en las puertas, ventanas y balcones, pendientes de cuyas rejas y barandas lucían vistosas colgaduras de damasco encarnado, verde y amarillo, o de colchas de algodón estampado con enormes floripondios y orladas de rizados y cándidos faralaes.