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Era Adela, y aun cuando no tuviese nada de particular verla allí y hasta hubiese esperado encontrarla no cómo; aunque Adela no fuese para más que una joven interesante, pero casi desconocida, las palpitaciones de mi corazón se multiplicaron con violencia; me estremecí, temblé; una nube, en la que entraban todos los colores, turbó mi vista, y un desfallecimiento vago recorrió mi cuerpo y embarazó mis pasos; porque al verla me levanté, me acerqué a ella sin mirarla, o, por lo menos, sin verla, y le presenté mi brazo sin informarme a dónde iba.

Silbaban los insectos nocturnos en lo más escondido de los follajes; los floripondios, mecidos por el viento, columpiaban pesadamente sus campanas de raso; el «huele de noche» no tenía aromas, y el agua corría silenciosa por el sumidero del pilón. De pronto arreció el viento, me estremecí de frío, y cerré los ojos. No cuánto tiempo estuve así, adormecido, abrumado de pesar.

Sentí encenderse en el deseo de arrojarme a sus pies y de gritarle: «Haz de lo que quieras; sacrifícame, aplástame bajo tus pies, déjame morir por ti, pero recupera tu valor y cree en tu dicha...» cuando de repente, que de los labios de Marta salió un gemido tan lastimero, tan dolorido, que me estremecí, como si me hubieran dado un latigazo.

Y ahora no te volverás a ir dijo ella, alzando los ojos hacia , como si no pudiera saciarse de mirarme. Te quedarás con nosotros, para siempre; ¡prométemelo, prométemelo inmediatamente! Guardé silencio. La felicidad me rodeaba, abrasadora como el fuego del cielo: era para un sufrimiento, una tortura. ¡Insiste también, Roberto! repuso ella. Me estremecí.

Después, rápido, se revolvió... y yo me estremecí a mi pesar... La segunda vez, me dijo con la misma voz, con la misma mirada, sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por usted también, señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral.

Después de un rato de silencio, durante el cual me sentí dominado por la soberana belleza de la joven, murmuré: Gabriela.... Usted merece ser dichosa. ¿Llora usted muerta la más dulce ilusión? Ya renacerán en esa pobre alma dolorida las flores de la esperanza. Amará usted... ¡y será feliz! Levantó Gabriela su gallarda cabeza, y fijó en sus ojos. Me estremecí.

Vamos; sales del paso con un madrigal... Pero piensa que lo que Dios te ha dado, puede quitártelo. Me estremecí, y él, que lo vio, siguió diciendo con dulzura y estrechándome contra su pecho: La experiencia prueba, hija mía, que todo lo que vive tiene que morir, y no he de escaparme yo de la ley.

Iba yo en un departamento de primera; en Albacete bajó el único viajero que me acompañaba, y al verme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente, contemplando los almohadones grises. ¡Todos para ! ¡Podía extenderme con libertad! ¡Flojo sueño iba a echar hasta Alcázar de San Juan! Corrí el velo verde de la lámpara, y el departamento quedó en deliciosa penumbra.

Durante un mes pude sufrir la lucha entablada entre mi razón y mis celos; pero llegó un día en que me estremecí. Amparo nada me dijo cuando la anuncié este viaje, más que las siguientes palabras: Espero que volverás pronto. Aquella noche salí de Madrid en una silla de postas. Mi resolución era, no volver a ver más a Amparo.

Al entrar en posesión de mis facultades, se apoderó de mi el espanto y me estremecí viendo á aquella desgraciada inmóvil y contraída. La cogí, quise levantarla y su cuerpo me resultó pesado y blando en mis brazos. La llamé y no me respondía. Iba á pedir socorro para tratar de volverla á la vida, pero la prudencia me contuvo.