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Más entoldado cada vez el celaje, se acumulaban en él nubarrones plomizos, como enormes copos de algodón en rama, hacia la parte donde caían Biarritz y el Océano. Ráfagas sofocantes cruzaban, muy bajas, casi a flor de tierra, doblegando los tallos de los juncos y estremeciendo el agudo follaje de los mimbrales a su hálito de fuego.

Las bandadas de pájaros piaban sobre los árboles del jardín, estremeciendo las hojas con sus aleteos juguetones como enardecidos por la primavera que llegaba para ellos fiel y puntual como todos los años.

Discurría la gente por las aceras en animado movimiento; brillaban los cristales de los escaparates y los de los balcones; cruzaban los carruajes hacia el paseo estremeciendo el pavimento, y despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de Lucrecia; una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando tras si el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los niños que jugaban en el balcón de un entresuelo; veíase la linda cabecita rubia de una joven que desde otro balcón mucho más alto exploraba la calle, evitando los rayos del sol con la pantalla de su mano nacarada... Todo era grato y placentero; todo palpitaba, todo cantaba, todo resplandecía.

Eran como muñequillos brillantes, de cuyos bordados sacaba el sol reflejos de iris. Sus graciosos movimientos enardecían a la gente con un entusiasmo igual al del niño ante un juguete maravilloso. La loca ráfaga que agita a las muchedumbres, estremeciendo sus nervios dorsales y erizando su piel sin saber ciertamente por qué, conmovió la plaza entera.

Gran grita y alarido y gran estruendo Allá dentro parece que resuena; Cuando se allega junto, estremeciendo El cuerpo queda todo con gran pena. Algunos de temor vuelven huyendo; Pajas, se les antoja, y el arena Que son diablos que vienen en pos de ellos, Y vuelven erizados los cabellos.

Adiós, hasta la vuelta, tantas cosas a Pepe: envíame el papel que se ha olvidado, que escribas en llegando. Buen viaje. Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.

A un Tomas Candish, muy orgulloso, Con armada despacha, pretendiendo Que fuese como Drake venturoso: A tiempo fué, que vide estremeciendo De temor al Perú, y receloso. De Chile la nueva discurriendo; Pensabamos ser Drake el que venia, Y tal era la fama que corria.

Gabriel, en sus rondas de vigilancia, sentía batir sobre su cabeza pesadas alas. Al grito de los murciélagos se unían chillidos lúgubres de pájaros que, asustados, cortaban el aire, chocando con las pilastras. Eran las lechuzas, que bajaban atraídas por el aceite de las lámparas, estremeciendo a éstas con el roce de sus plumas.

Sus verdes ojos brillaban con reflejos metálicos como agudos puñales, y su boca, descolorida por la emoción, contraíase, lanzando, por la fuerza de la costumbre, por el instinto del esfuerzo, su grito de guerra, un ¡hojotoho! desgarrado, salvaje, que conmovió la calma del huerto, estremeciendo a las aves de corral, que corrieron asustadas por los senderos.

como Sancho Ortiz a Bustos Tavera, o a cualquiera de esos pícaros franceses, que pasan los Pirineos para ejercer en España sus traicioneras habilidades, y vienen pitando con son más medroso que el de la flauta de Pan, y estremeciendo de miedo a toda criatura masculina? ¿Cómo la referida Sociedad protectora nada dice contra estos asesinos de lo que está por venir y se desata en injurias contra el torero que mata en buena lid y a un individuo solo?