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Los comisionados hicieron desde luego presente á los diputados, que esto no era asequible, ni era decente que se hiciera la fiesta fuera del altar mayor; con cuyo motivo desengañados de la imposibilidad de que se admitiese esta propuesta, habian convenido en que la fiesta se celebrase en el altar mayor, si el cabildo les permitia sentarse en bancos teniendo almohadas de terciopelo carmesí, pero el cabildo se negó tambien á esta propuesta, fundado en que la Iglesia de la Seo era Capilla Real, y nadie sino los reyes podian usar en ella de almohadas de seda de aquel color.

Esta piadosa costumbre degeneró con el tiempo, y produjo algunos desórdenes, á consecuencia de los cuales se decretó, que, en lo sucesivo, se celebrase de esta manera: primero entonarían las tres Marías, vestidas de negro y en el lugar destinado á cantar el introito, los versos acostumbrados, y luego habían de dirigirse cantando al altar mayor, en donde se erigiría un catafalco con muchas luces.

Parece natural que, tratándose de un hijo del país que había descubierto un nuevo camino para el Oriente asiático, la Señoría genovesa celebrase esto de algún modo.

Extramuros, al pie de las fortificaciones de Marineda, celébrase todos los años una fiesta conocida por las Comiditas, fiesta peculiar y característica de las cigarreras, que aquel día sacan el fondo del cofre a relucir y disponen una colación más o menos suculenta para despacharla en el campo; campo mezquino, árido, donde sólo vegetan cardos borriqueros y ortigas.

En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de higares ocultos por cortinas venía un ruido de fuentes.

Los prisioneros comparecían ante el «escribano de presas» como testigos del suceso, y se les exigía juramento de verdad «por Alaquivir, el Profeta y su Alcorán, alto el brazo y el dedo índice, mirando su rostro al nacimiento del sol». Mientras tanto, los duros corsarios ibicencos, al repartirse el botín, apartaban un fondo para la compra de sábanas destinadas a convertirse en vendajes de sus futuras heridas, y dejaban otra parte de las ganancias para que «un sacerdote celebrase misa todos los días mientras ellos estuviesen fuera de la isla».

El mismo D. Pantaleón resolvió que la boda se celebrase con un día de campo en los Viveros, como era uso y costumbre entre el elemento distinguido del comercio de Madrid. Fue en el primer domingo de Agosto.

Felisa tenía veintitrés años; era hermosa, rica, estaba enamorada, podía casarse, porque su tutor no lo estorbaba, y sin embargo, iba dilatando voluntariamente la realización de su ventura: encantos de la juventud, bienes de fortuna, pasión correspondida, todas las circunstancias que justificaban y debieran de contribuir a que la boda se celebrase pronto, quedaban en ella esterilizadas por una resistencia incomprensible.

Decidieron guardar el secreto y que la ceremonia no se celebrase tampoco en Lancia. Unos días antes del prefijado saldría ella para Madrid; poco después se le juntaría él, y en la corte quedarían unidos para siempre. En los pueblos es muy difícil ocultar cualquier cosa: un proyecto de boda, imposible.

La más joven sonreía mirando á la tapia, y al reaparecer sobre ella el capitán, casi palmoteó de entusiasmo, como si celebrase una arriesgada suerte de gimnasia. El marino las creía inglesas, y habló en su idioma al entregarlas las dos rosas que llevaba en la mano.