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Al cabo dijo, entablando nuevamente conversación: Ya te había visto antes de venir aquí. ¿Dónde? preguntó ella afectando sorpresa. En la carretera. Salí esta tarde a dar un paseo a caballo y me crucé con la silla de posta. Te conocí perfectamente. Pues yo no te he visto... Recuerdo que encontramos dos o tres jinetes antes de llegar a Lancia, pero no he conocido a ninguno.

Una ola inmensa de rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte favorecía a algún laciense más de lo justo.

Ninguna dama de Lancia cometía la bajeza de presentarse en el Bombé los domingos mientras no estuviesen paseando en él algunas otras de su categoría. Pero esto era de una dificultad insuperable, dada la unanimidad de pareceres.

Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población.

Allá en sus mocedades había dirigido dos cartas a un periódico semanal que se publicaba en Lancia, titulado El Otoño, con motivo de las fiestas anuales que en Sarrió se celebran en el mes de septiembre. Estas cartas leyéronse con fruición en la villa y le valieron no pocos plácemes.

Desde por la mañana, bien temprano, grupos numerosos de muchachas salían de los arrabales y cruzaban la villa para tomar la carretera de Lancia, vestidas todas con la clásica falda de merino, negra o de color, y el floreado mantón de Manila atado a la cintura, zapatos descotados, pendientes de perlas, y la hermosa cabeza, sencillamente peinada, al descubierto.

Uno que hacía allí de capataz o medio mayordomo se brindó a servirles de guía. La finca estaba situada en la pendiente de la misma suave colina donde está asentada Lancia. A espaldas de la casa se encuentra el bosque, que le priva de la vista de la ciudad. Así que con hallarse tan próxima parece que se está a cien leguas de ella, en la amable soledad del campo.

Ahí está el barón y su criado dijo Manuel Antonio. Era la hora, en efecto, en que el excéntrico barón de los Oscos salía a dar su paseo habitual por las calles de Lancia. Su famoso caballo las desempedraba haciendo cabriolas, levantando tal estrépito que, aun siendo el corcel de su criado mucho más paciente, parecía que atravesaba la ciudad un escuadrón.

Se contaba en Lancia con gran lujo de pormenores el viaje que por consejo de un canónigo hizo don Pedro con su esposa para inspirarla confianza y acortar, entre las peripecias del camino y la descomodidad de las posadas, la distancia moral y material que los separaba.

Por la enlodada carretera no encuentra sino algún hato de ganado, algún trajinante con su recua, o carro tirado pausadamente por bueyes, en el fondo del cual duerme descuidadamente el carretero. Mas antes de trasponer un recodo, cree escuchar rumor lejano de ruedas y campanillas. Es la silla de posta que llega al anochecer a Lancia.