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No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué?

«Mi vida escribía la Déjazet á cierto adorador que la invitaba á publicar sus «Memorias», es mucho más sencilla de lo que creen, y no ofrecería nada de muy interesante, pues ni tengo bastantes vicios para atraer la curiosidad, ni tampoco las virtudes necesarias para aspirar á ser admirada».

Su cabellera enmarañada le caía sobre la frente y en las extremidades de sus labios las arrugas labradas por la amargura se acentuaban aún más. Tuve miedo, miedo de misma. ¿Lo que acababa de decir no parecía una acusación a Marta, no lo invitaba a acusarla? Te ama demasiado repuse, apretando los dientes. Sabía que iba a hacerle mal y era lo que quería.

Antes que la vieja me contestase se oyó un vozarrón arriba, diciendo: Adelante. Suba usted. Y en cuanto traspuse la puerta y tomé una escalerita estrecha con peldaños de azulejos guarnecidos de madera, atisbé en lo alto de ella la figura del cura, que, con grave pero amigable continente, me invitaba a subir. La casa era pequeña, por lo que pude observar.

Su nombre había pasado los límites de La Rioja; Rivadavia lo invitaba a contribuir a la organización de la República; Bustos y López a oponerse a ella; el Gobierno de San Juan se preciaba de contarlo entre sus amigos, y hombres desconocidos venían a los Llanos a saludarlo y pedirle apoyo para sostener este o el otro partido.

De vuelta en casa, hallé sobre mi mesa de luz la amable esquela de un estanciero inglés que me invitaba a otra comida, para la próxima semana.

Aquí y allá se detenía junto á un charco de agua dejado por la marea, y se ponía á mirarse en él como si fuera un espejo. Reflejábase en el charco la imagen de la niñita con brillantes y negros rizos y la sonrisa de un duendecillo, á la que Perla, no teniendo otra compañera con quien jugar, invitaba á que la tomara de la mano y diese una carrera con ella.

Pero conoce bien la gramática parda. Le digo, por lo que pueda tronar, que es usted sobrino del señor Gemerediz, jefe de sección en el Ministerio de Gracia y Justicia. Le di gracias repetidas, y le prometí, a su instancia, que volvería por allí a comer con él. No me invitaba a almorzar, porque las horas de coro le desarreglaban todos sus planes. Me convencí de que no tenía cariño al coro.

Su ansiedad era grande, porque había recibido una elegante esquela en que el viudito de Saldeoro, después de declararse imposibilitado de salir a la calle, invitaba a la señorita de Rufete a venir a su casa, donde sería enterada de una comunicación del Canónigo en que se le enviaba dinero, y de un asunto extraordinariamente importante y venturoso.

Su padre y su hermana, aunque no la alentasen en las devociones, nada le decían en contra, y cada día le otorgaban mayores muestras de cariño, pues a ello les invitaba la creciente dulzura y afabilidad de su carácter. Su madre la adoraba con pasión loca y aplaudía ciegamente todos sus actos de piedad. No se cansaba de alabar la virtud y el talento de su primogénita.