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La gente avanzó cuando ya los tuvieron cerca, poniéndose los que pudieron en pie sobre el pretil de la carretera.

No hay que perder tiempo gritó Martín, dando una patada en el suelo . Ella sola o con usted. ¡Hala! En seguida. La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó a marchar por la carretera. El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sin disparar, hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron a correr con toda la fuerza de sus piernas.

Cuando se presentaron dos mozos de cordel trayendo a cuestas una parte de los muebles, el señor Vicente se despidió. Tenía que hacer propaganda aquella tarde. Ahora visitaba a la gente de la carretera de Extremadura: unos pobrecillos sin más medios de existencia que el trabajo en los tejares durante el verano y el robar cardillos y leña de la Casa de Campo.

Luego, de las masas obscuras de vegetación que abullonaban los lados del camino fueron saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los soldaditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el azul del horizonte. La blancura de la carretera les servía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabezas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme emboscadas y examina lo que la rodea.

Le dirigí algunas preguntas acerca del capitán; me contestó con monosílabos, y, en vista de que no manifestaba muchas ganas de hablar, enmudecí. El caballo tomó un trotecillo no muy cómodo, y por la carretera, húmeda, llegamos en una hora a la playa de las Ánimas. El viento silbaba y gemía con alaridos violentos; el mar bramaba en la playa y la resaca debía de ser furiosa.

Ella también se sintió dominada por la tristeza de la situación, a la cual ayudaba la del paisaje, y tuvo la delicadeza de no desplegar los labios. De vez en cuando volvía la cabeza para cerciorarse de si podían ser vistos desde la carretera. Cuando se convenció de que estaban bastante lejos se detuvo. ¿Para qué andar más?... ¿No te parece buen sitio? Raimundo se detuvo también y no respondió.

Allí le dejaba, y Octavio caminaba solo por la carretera hasta llegar á la villa. El trayecto era breve, como ya sabemos. Nuestro joven, emboscado en un laberinto de pensamientos vagos y risueños, lo convertía en brevísimo. Á tales horas poca gente se hallaba en el camino.

La carretera perdíase de vista, flanqueada a un lado por la tapia interminable de la Casa de Campo y al otro por las colinas, en cuyos surcos comenzaba a surgir la cabellera de una cebada triste, pisada con frecuencia por los transeúntes. Siguió Maltrana una senda que conducía a una casucha en lo más alto de un montecillo.

Aquí, instrumentos de labranza en desorden. Allá, el aldeano con su pipa encendida esperando que el viento sople para dar principio a la limpia del montón de trigo que, mezclado con paja molida, espera ser aventado. Nada alegra la vista en esta estéril prisión. Ni los dorados capiteles, ni las altas torres de las grandes ciudades. Ni la carretera ni el río bullicioso.

Nadie se opuso ahora á la liberalidad del dueño del castillo. Toda su bodega pareció desbordarse hacia la carretera. Rodaban los toneles de la última cosecha, y los soldados llenaban en el chorro rojo el cazo de metal pendiente de su cintura. Luego, el vino embotellado iba saliendo á luz por orden de fechas, perdiéndose instantáneamente en este río de hombres que pasaba y pasaba.