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Cuando se convenció de que don Fermín, por mucho que disimulase, estaba enamorado como un loco de la Regenta, furioso de celos, y de que no había sido su amante ni con cien leguas, y de que a ella, a Petra, sólo la había querido por instrumento, la ira, la envidia, la soberbia, la lujuria se sublevaron dentro de ella saltando como sierpes; pero las acalló por de pronto, disimuló, y por entonces sólo dio satisfacción a la avaricia.

Al principio creyó que se trataba de una resolución desesperada nacida del insomnio, que no resistiría a la acción de prudentes consideraciones; pero; cuando se convenció de que mi determinación databa de más lejos, que era el resultado de reflexiones sin réplica y que la llevaría a cabo más tarde o más temprano, ya no discutió ni la opinión que de mismo tenía yo formada, ni el juicio que había formado respecto de mi época y me dijo sencillamente: Pienso y razono sobre poco más o menos como usted.

Ferragut creyó adivinar en este sacrificio un impulso de viejo galanteador, que le había hecho ir hacia Freya porque era hermosa. Además, este proceso representaba un acontecimiento parisién y podía dar cierta notoriedad novelesca á los que interviniesen en sus actuaciones. Unos cuantos párrafos más allá, el marino se convenció de que el maître había acabado por enamorarse de su patrocinada.

Tan sólo cuando los niños salen muy tragones, la frescura y la belleza de la madre suele marchitarse un poco. Ante esta eventualidad, la joven se llenó de miedo y se opuso, primero embozadamente, después en términos categóricos, a dar el pecho a la niña. Gonzalo se convenció en seguida y hasta halló razonable aquella oposición.

Una monja, la hermana Casilda, velaba paseándose por medio del salón, hasta después de acostadas y dormidas todas. Luego se recogía en una celdilla propia, más grande que las demás y cerrada por un cortinado más espeso. Adriana convenció a sus compañeras que podía espiarse a la hermana Casilda; seguramente no dormiría con la toca puesta.

No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita. Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de un mar tranquilo. El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se convenció de que ni Doña Blanca ni D. Valentín recelaban nada de los amores de la niña.

Cuando se convenció de que no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que se oía desde la calle. ¿Y llegó á salvarse? dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de un milagro.

Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración. Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de resistencia.

Yo voy solo a Laguardia y la tomo, o a lo más con mi cuñado Bautista. Se echaron todos a reir de la fanfarronada, pero viendo que Martín insistía, diciendo que aquella misma noche iban a entrar en la ciudad sitiada, pensaron que Martín estaba loco. Briones, que le conocía, trató de disuadirse de hacer esta barbaridad, pero Zalacaín no se convenció.

Fue tan marcada su indiferencia, que don Juan se dijo: «¡Tendría gracia que yo me hubiese equivocadoPero tornó a mirarla y se convenció de que era ella, la misma, la propia Cristeta, que tantas veces le había dicho: «¡Juan míoPoco le faltó para llegarse a ella y hablarla. Por fortuna se contuvo pensando: «¿Y si me pega un bufido y me pongo en ridículo?