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Llegamos á ella á los seis dias, con gran trabajo; pues aunque los Carconos nos proveyeron, morian de sed algunos de los nuestros, si en este viage no encontráramos una raiz, que estaba fuera de la tierra, de que salian grandes hojas, en que habia agua tan firme como en un vaso, que no se derramaba, ni fácilmente se consumia; y tendria cada una medio cuartillo.

Llegamos a Barranquilla, pequeña ciudad de unas veinte mil almas, a la izquierda del Magdalena y sobre uno de sus brazos o caños, como allí llaman a las bifurcaciones inferiores del gran río.

CAP. XXI. De como curamos aqui vnos dolientes. Aquella mifma noche, que llegamos, vinieron vnos Indios

Si vierais lo ridículos que estáis con ese caparazón de barro, negro como el de un cangrejo, no os pondríais a reñir. Dimos vuelta a la punta arenosa en que nos encontrábamos, y llegamos a una playa en donde el agua estaba limpia. Nos lavamos lo mejor que pudimos, frotándonos con manojos de hierbas para quitarnos la capa de grasa y barro que nos cubría, y nos pusimos la ropa.

Ello parecerá increíble, pero llegamos, quedándome yo, sin embargo, en la duda de si habría andado el coche hacia la casa, o la casa hacia el coche; subimos la escalera, verdadera imagen de la primera confusión de los elementos; un Edipo sacando el reloj y viendo la hora que era; una Vestal, atándose una liga elástica, y dejando a su criado los chanclos y el capote escocés para la salida; un romano coetáneo de Catón, dando órdenes a su cochero para encontrar su landó dos horas después; un indio no conquistado todavía por Colón, con su papeleta impresa en la mano y bajando de un birlocho; un Oscar, acabando de fumar un cigarrillo de papel para entrar en el baile; un moro, santiguándose asombrado al ver el gentío; cien dominós, en fin, subiendo todos los escalones sin que se sospechara que hubiese dentro quien los moviese, y tapándose todos las caras, sin saber los más para qué, y muchos sin ser conocidos de nadie.

En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa ante la cual mi amo se paró, y yo con él; y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa; la cual tenía la entrada obscura y lóbrega de tal manera que parece que ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro della estaba un patio pequeño y razonables cámaras.

Allen se hizo amigo de los pastores. Con ellos llegamos a una venta del camino que se llamaba la Campana Azul. Desde su portalada se divisaba el mar y los cantiles y rocas de la costa. Los días siguientes, la compañía de Allen, que tanto exasperaba a Ugarte, siguió librándonos de una porción de conflictos.

Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecita antes de anochecer una hora, y llegamos a la media noche a la venta de Viveros. Llegamos por no enfadar a la villa, y apeámonos en un mesón.

Hagamos todo lo que hacerse quepa para serlo en el futuro; y si llegamos a perder la esperanza de serlo nosotros mismos, hagamos todo lo posible porque lo sean nuestros hijos. ¿Qué mejor recompensa para el esfuerzo de nuestros mayores, para el esfuerzo definitivo que nosotros hicimos?

Este Hamlet indiano me recordó esa canción vasca de un epicurismo algo grotesco, que dice así: Munduan ez da guizonic Nic aña malura dubenic Enamoratzia lotzatzenau Ardo eratia moscortzenau Pipa fumatzia choratzenau ¡Ay zer consolatucotenau! Llegamos este Hamlet indiano y yo a Bayona, y yo tuve la suerte de encontrar un patache de cabotaje que iba a Lúzaro: el Rafaelito. Salía al amanecer.