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El señorito Octavio permanecía de pie. En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia.

Más adelante al licenciado Velasco de la Cueva. Por último llegaron á casa de D. Marcelino. La tienda estaba ya iluminada. ¿No ve usted qué amigos son de la claridad en mi casa? exclamó el tendero en tono que no expresaba ninguna satisfacción. ¿Quiere usted pasar, D. Octavio? No tardará la gente en llegar. Con mucho gusto. Pase usted, D. Marcelino. Pase usted, D. Octavio.

Á los pocos pasos hallaron á la condesa, que salió de entre los árboles con un niño de la mano y el clavel de Octavio en la boca. Esta vez sintió nuestro joven un fuerte escalofrío de placer que le indemnizó con creces de los tormentos que le había hecho sufrir el agua de D. Primitivo. Acercóse rápidamente á la dama y se puso á darle cuenta de su desmayo.

No hay duda, el señorito Octavio batallaba rudamente con el sueño. Señorito... señorito... ¿no se levanta usted? , ... allá voy... en seguida. Y dicho y hecho; abrió los ojos, llevó á ellos los puños y los frotó con singular encarnizamiento, corrió todo el cuerpo hacia arriba hasta tocar con la cabeza en la madera de la cama, cruzó los brazos sobre el pecho, y otra vez quedó dormido.

El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios. Servidor de usted dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado. He oído hablar bastante de su papá prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.

La rosa blanca y el azahar son los únicos perfumes que tomo ahora de esta casa. Siguió la conversación de los perfumes por algún tiempo todavía, muy animada por parte de Octavio, que parecía hallarse en terreno firme y abierto; lánguida y cortada por parte de la condesa que, como había dicho, no era inteligente en este ramo.

Se encuentra de cara á la luz y sus negros cabellos, peinados negligentemente hacia atrás, brillan como el azabache, y sus largas pestañas, cada vez que levanta la cabeza, bajan y suben con ligero temblor queriendo evitar los rayos importunos de la luz. El conde no es hermoso, pero tenía mucha razón Octavio al presumir que era un hombre distinguido.

El treinta y dos; el siete; el setenta y uno; la niña bonita... Es decir, Carmen sopló Octavio al oído de su novia, la cual le pagó con una mirada risueña que sin duda significaba: «¡Acabaras de decir algo de provechoLos anteojos de Mahoma; el uno; arriba y abajo...

A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel. ¡Octavio! ¡mamá se muere!... Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena: Pla... pla... pla... Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.

Sonó entre la niebla un tiro, y el señorito Octavio se desplomó sobre la tierra con la cara mirando al cielo. Oyóse inmediatamente un segundo disparo, y la condesa vino á caer de bruces sobre él, cual si fuese á hacerle una caricia. El conde surgió de la nube al instante. Llegóse á los cadáveres y con un pequeño esfuerzo los hizo rodar por la pendiente de la Peña. La niebla los tapó en seguida.