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¡Ole ole! dijeron dos ó tres de aquellos insignes personajes, mientras uno de ellos avanzó hacia la joven, y abrazándola estrechamente, la llevó al centro de la taberna. ¡Viva el buen trapío! Clara dió un grito de terror al encontrarse en los brazos de aquel desalmado, y gritó con todas sus fuerzas: ¡Pascuala! ¿Qué? ¿quién es? dijo una voz de mujer; ¿á ver qué es eso?

La esposa de Felipe III se dirigió a la antesala y allí dijo a un lacayo: El abrigo de esta señora. No se habló otra palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo se lo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unos cuantos pasos, y volviéndose de pronto, dirigió una mirada de odio mortal a D.ª Margarita de Austria, que se la devolvió acompañada de una sonrisa de desprecio.

Esto lo vence todo; despavorida, retorna al puente, atraviesa ligera la mitad del arco, encuentra la horrible brecha; como siempre, da el peligroso salto; mas en esto el gozque, impaciente con tal tardanza, se avanzó descompuestamente por la parte opuesta, impidiendo que el breve pie asentase donde debiera para no caer.

¡Mía!... ¡Mía!... balbuceó Villamelón; y comprendiendo que con esto soltaba el trueno gordo, pidió a la tierra que se lo tragase. Mas la tierra no tuvo por conveniente darle gusto. Currita avanzó otros dos menudos pasitos, y suavizando más y más su acento, mientras más y más se encolerizaba, añadió: ¿Pero le has escrito, Fernandito?... Villamelón bajó la cabeza anonadado.

Así que fue viva su sorpresa al recibir un día la visita del artista en traje de ceremonia. La esposa del antropólogo no estaba sola. Su hija Presentación bordaba a su lado cerca del balcón. El artista avanzó con tan amable sonrisa que su boca se dilataba de un modo imponente. Buenas noches, D.ª Carolina... ¡digo no! Buenos días, D.ª Carolina; buenos días, Presentacioncita.

El papú corrió por la terraza, y entró en la estancia donde se hallaban el Capitán, Hans y el chino. Avanzó hacia ellos, y con un gesto que no carecía de nobleza les dijo: ¡Sois libres, y huéspedes gratos del jefe Uri-Utanate! Pero ¿quiénes son éstos? le preguntó el jefe, que lo había seguido . ¿No son enemigos nuestros? No, padre.

En vez del gozo que esperaba, vio cruzar por ellos un relámpago de ira al cual sucedió instantáneamente una expresión de absoluta indiferencia, la misma expresión de cansancio y hastío que hacía tiempo reflejaba su semblante. Alzose con lentitud de la silla, sin contestar a la exclamación de su penitenta, y avanzó hasta ella en silencio.

Pero su cólera fué glacial, una cólera que se contiene viendo al enemigo privado de defensa. Avanzó hacia él como uno de los muchos que le insultaban mostrándole el puño. Su mirada sostuvo la mirada del alemán, y le habló en español con voz sorda. ¡Mi hijo... mi único hijo murió hecho pedazos en el torpedeamiento del Californian! Estas palabras hicieron cambiar el rostro del espía.

Abrasaba la arena del cauce; el aire, encajonado entre los pretiles, no se conmovía con la más leve ráfaga. En este ambiente cálido y pegajoso, el sol, cayendo de plano, pinchaba la piel y abrasaba los labios. El gitano avanzó algunos pasos hacia Batiste, ofreciéndole el extremo de la cuerda como una toma de posesión: Ni lo de usted ni lo mío.

Traía de la mano una niña, vestida a la moda, pero con sencillez y sin pizca de afectación de elegancia. Avanzó hacia Fortunata; interrogándola con aquella sonrisa angelical que vista una vez no se podía olvidar. Sentía la de Rubín una gran turbación, mezcla increíble de cortedad de genio y de temor ante la superioridad, y se puso muy colorada, después como la cera.