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Chorreando barro y agua, salió de la acequia, subió la pendiente por el mismo sitio que su adversario; pero al llegar arriba no le vió. En la tierra seca se marcaban algunas manchas negruzcas, y las tocó con las manos. Olían á sangre. Bien sabía él que no había errado el tiro. Pero en vano buscó al contrario, con el deseo de contemplar su cadáver.

Luego, de las masas obscuras de vegetación que abullonaban los lados del camino fueron saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los soldaditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el azul del horizonte. La blancura de la carretera les servía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabezas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme emboscadas y examina lo que la rodea.

Las blancas haldas de los encapuchados eran ya faldas sucias, en las que se marcaban huellas nauseabundas. Ninguno conservaba enteros los guantes. Un «nazareno», con el cirio apagado y una mano en el capuchón, se arqueaba ruidosamente frente a una esquina para dar expansión a su estómago revuelto. Del brillante ejército judío no quedaban más que míseras reliquias, como si volviese de una derrota.

El mar estaba fosforescente. Por todos lados las luces eléctricas marcaban el sitio de los barcos anclados y un viento tibio y ligero cantaba en las vergas. Innumerables estrellas bordaban el cielo en sus resplandores de oro pálido. La joven estaba mordisqueando una rosa y miraba al mar sin decir palabra. Jacobo, á su lado, escuchaba distraídamente una música que se oía á lo lejos en la oscuridad.

Para mayor solidez existia ya á la parte del mediodia la fila de machones que marcaban una de las ampliaciones verificadas en la mezquita, los cuales podian servir de contraresto á la bóveda del trascero y trasaltar por este lado: construyendo á la parte del norte otra fila de pilares correspondiente, conformados á modo de estribos, se apeaban las bóvedas de aquel otro lado.

Sus grandes ojeras azuladas se marcaban ahora de un modo chocante. Una arruga profunda, signo de resolución inquebrantable, le surcaba la frente. Llamó a la doncella y le manifestó que quería salir a ver los fuegos. Todo lo que ésta hizo por disuadirla, representándole el grave daño que podía ocasionarle el frío y la humedad de la noche, fue inútil.

Algunos, como Isidorito, no llevaban compás de ninguna clase, y pisaban con frecuencia a sus parejas, que concluían por declararse fatigadas y pedir tregua. Otros lo marcaban con fuertes taconazos, estropeando la alfombra. A éstos les miraba Marta con cierta mala voluntad de ama de casa.

Yo la miré: el dolor, la angustia, la contrariedad, alteraban sus pálidas facciones, y marcaban debajo de sus ojos un círculo lívido. No hay ningún medio le dije de hacer bajar hasta aquí la barca; pero si quiere usted permitírmelo, nadar un poco y me lanzaré á tirar de la pata al animal.

Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo decían los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps. Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas.

Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido. , era muy guapa.