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La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero, viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba.

A última hora, el alemán, acompañándose en el piano, cantaba fragmentos de Wágner, que hacían dormitar á Madariaga en un sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido á los labios. Elena contemplaba mientras tanto con creciente interés al gringo cantor. No era el caballero de los ensueños esperado por la dama blanca.

D. Salvador silbaba, cantaba vidalitas, pero se aburría, porque D. Salvador era hombre social y le gustaba en extremo echar su párrafo. A eso de las 8 de la mañana, le pareció distinguir bastante lejos, como a una legua larga, a un viajero que, montado como él en una mula, trepaba una cuesta.

Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta.... ¿Y allí estaba yo, verdad? gritó Germán. Es verdad.

A lo lejos, el blando murmullo de las olas, que parecían un lago de plata, decía cosas embriagadoras y poéticas; cantaba un idilio intraducible al humano lenguaje. La conversación del grupo era, no obstante, por todo extremo, vulgar. Está desanimado el paseo. ¿Verdad, Sobrado?

Al fin aparecía un ángel, con alas de papel dorado, en el balcón de las Casas Consistoriales, y cantaba el romance que empieza: "Detente, detente, Abraham; No mates á tu hijo Isaac, Que ya está mi Dios contento Con tu buena voluntad." El sacrificio del cordero en vez del hijo, con lo demás del paso, lo ejecutaba el tío Gorico con no menor maestría.

Cantaba mal, y siempre andaba apuntando con él el catalán, el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió; comía a tercianas, de tres a tres días, y el pan tan duro que apenas le pudiera morder un maldiciente. Pretendía por lo bravo, y si no era el poner huevos, no le faltaba otra cosa para gallina, porque cacareaba notablemente.

Desde Lyón, la familia, andando siempre, se trasladó á París. Allí la niña también bailó por las calles y cantaba esas tonadillas alegres, canciones de bohemia que parecen flotar sobre los caminos como un perfume rústico y que los nómadas aprenden nadie sabe dónde. Su voz de contralto y las graciosas muecas y arrumacos de su rostro atraían á la gente.

Y estrechaba las manos de la joven, que, aturdida por las palabras de Gabriel, no sabía qué decir y lloraba dulcemente. Arriba, en el piso alto de las Claverías, seguía sonando el armónium del maestro. Luna conocía aquella música. Era el último lamento de Beethoven, el «es preciso» que cantaba el genio ante la muerte con una melancolía que causaba escalofríos.

Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando: "Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre..." y lo demás que tantas veces hemos oído los que somos de por allí. Pero, volviendo al P. Jacinto, diré que su mérito como predicador era quizás lo de menos. Su gran valer fué como director espiritual.