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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Dos anchas fajas de barro marcaban en los malecones el descenso de la marea. Apagábanse en la parte alta de la ría las luces de los anguleros, que durante la noche iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes.
Los que apenas se marcaban en el infinito se aproximan al inventarse un nuevo anteojo, y tras ellos surgen en la negrura del espacio otros y otros, y así por los siglos de los siglos. Son incontables: están tan compactos como las moléculas del humo de una chimenea o del vapor de una nube. Nuestra pequeñez infinita nos hace apreciar las colosales distancias que existen entre ellos.
La ciudad era de color rosa, v sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje.
Cuantos viajeros ilustres por su amor á las ciencias y á las letras, visitaban esta metrópoli en los años de 1528 al 29, después de cruzar por la plaza del Duque de Medina Sidonia, en que se alzaba la opulenta vivienda de aquel magnate, y de contemplarla por algunos momentos, fijándose, ora en los dos eminentes y robustos torreones que se alzaban en sus ángulos, ora en sus grandes ventanas, balcones y portada de sillería, con sus heráldicos escudos, ora en la fila de antiguos fustes de mármoles, encadenados entre sí que marcaban la jurisdicción del señor de aquella casa; después de admirar, decimos, aquel enorme edificio, mitad palacio mitad fortaleza, que según tradición, motivó que Felipe II preguntase: «si aquella era la casa del señor de la villa» enderezando sus pasos por la calle que entonces decían de las Armas, y despues de atravesar por debajo del gran arco á que nombraban puerta de Goles, donde más tarde mandó levantar el Cabildo y Regimiento de la Ciudad la Puerta Real, pasábase, nuevamente, ante otra vasta y magnífica vivienda que allí se parecía, construida sobre un paraje eminente, y desde el cual espaciábase la vista con la contemplación de un maravilloso cuadro.
Varios pájaros se escaparon lanzando chillidos. El árbol crujía cada vez más ruidosamente, hasta que al fin se rompió junto á las raíces. Gillespie fué tronchando sus ramas, y así pudo fabricarse un bastón que más bien era una cachiporra, gruesa de abajo, delgada de arriba y con varias púas que marcaban el ramaje roto.
Adquiría por el simple placer de adquirir, y para ella no había mayor gusto que hacer una excursión de tiendas y entrar luego en la casa cargada de cosas que, aunque no estaban demás, no eran de una necesidad absoluta. Pero no se salía nunca del límite que le marcaban sus medios de fortuna, y en esto precisamente estaba su magistral arte de marchante rica.
Tornos enormes marcaban en la penumbra sus ruedas dentadas y mohosas, sus manivelas y maromas, como olvidados aparatos de tormento. Era la maquinaria oculta de las grandes representaciones religiosas. Con estos artefactos se izaba el grandioso dosel del Monumento de Semana Santa.
Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro.
Aresti le abrazó. Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su rostro enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la nariz más grande y pesada.
Contaba Robledo con el auxilio de un plano hecho por otros exploradores, en el cual se marcaban las «aguadas», únicos lugares donde los expedicionarios podían detenerse.
Palabra del Dia
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